Título: Carta de Jamaica
Autor: Bolívar, Simón
Fecha: Kingston, 6 de septiembre de 1815
Referencia:
Simón Bolívar: Cronología (1783-1830). Carta de Jamaica,
Kingston, 6 de septiembre de 1815. Sitio web de la Universidad de los
Andes, Mérida, Venezuela. (Copiada por Vicente Lecuna (Cartas, 125) de:
Francisco Javier Yanes y Cristóbal Mendoza Montilla: "Colección de
documentos relativos a la vida pública del Libertador de Colombia y del
Perú Simón Bolívar para servir a la historia de la independencia de
Suramérica", Caracas, 1833, T. XXII, p. 207 a 229).
CONTESTACIÓN DE UN AMERICANO MERIDIONAL A UN CABALLERO DE ESTA ISLA
Kingston, 6 de septiembre de 1815.
Me apresuro a contestar la carta de 29 del mes pasado que Vd. me hizo
el honor de dirigirme, y que yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible, como debo, al interés que Vd. ha querido tomar por la
suerte de mi patria, afligiéndose con ella por los tormentos que padece,
desde su descubrimiento hasta estos últimos períodos, por parte de sus
destructores los españoles, no siento menos el comprometimiento en que
me ponen las solícitas demandas que Vd. me hace sobre los objetos más
importantes de la política americana. Así, me encuentro en un conflicto,
entre el deseo de corresponder a la confianza con que Vd. me favorece, y
el impedimento de satisfacerla, tanto por la falta de documentos y
libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan
inmenso, variado y desconocido, como el Nuevo Mundo.
En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que Vd. me
ha honrado. El mismo barón de Humboldt, con su universalidad de
conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo haría con exactitud,
porque aunque una parte de la estadística y revolución de América es
conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas,
y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos
aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura y a los
verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones
suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible
la nuestra por su posición física, por las vicisitudes de la guerra, y
por los cálculos de la política.
Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta
de Vd., no menos que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigirle
estas líneas, en las cuales ciertamente no hallará Vd. las ideas
luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones de mis
pensamientos.
"Tres siglos ha, dice V., que empezaron las barbaridades que los
españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón". Barbaridades que
la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores
a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos
modernos, si, constantes y repetidos documentos, no testificasen estas
infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapas, el apóstol de la
América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de
ellas, extractadas de las sumarias que siguieron en Sevilla a los
conquistadores, con el testimonio de cuantas personas respetables había
entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se
hicieron entre sí, como consta por los más sublimes historiadores de
aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y
virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y
firmeza, denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más
horrorosos de un frenesí sanguinario.
¡Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de Vd. en
que me dice: "que espera que los sucesos que siguieron entonces a las
armas españolas, acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy
oprimidos americanos meridionales"! Yo tomo esta esperanza por una
predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres. El
suceso coronará nuestros esfuerzos porque el destino de la América se ha
fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a la España está cortado;
la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las
partes de aquella inmensa monarquía; lo que antes las enlazaba, ya las
divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el
mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes,
que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la
obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una
recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de
nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza, nos
venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía
eterno, no obstante que la conducta de nuestros dominadores relajaba
esta simpatía, o, por mejor decir, este apego forzado por el imperio de
la dominación. Al presente sucede lo contrario: la muerte, el deshonor,
cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esa
desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado, ya hemos visto la luz,
y se nos quiere volver a las tinieblas; se han roto las cadenas; ya
hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos.
Por lo tanto, la América combate con despecho; y rara vez la
desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.
Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos
desconfiar de la fortuna. En unas partes triunfan los independientes
mientras que los tiranos en lugares diferentes obtienen sus ventajas, y
¿cuál es el resultado final? ¿no está el Nuevo Mundo entero, conmovido y
armado para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos una lucha
simultánea en la inmensa extensión de este hemisferio.
El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado
su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo
a Arequipa e inquietando a los realistas de Lima. Cerca de un millón de
habitantes disfruta allí de su libertad.
El reino de Chile, poblado de 800.000 almas, está lidiando contra sus
enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes
pusieron un término a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos,
son sus vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para
probarles, que el pueblo que ama su independencia por fin la logra.
El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de
habitantes, es sin duda el más sumiso y al que más sacrificios se le han
arrancado para la causa del Rey; y bien que sean vanas las relaciones
concernientes a aquella porción de América, es indudable que ni está
tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de
sus provincias.
La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América,
obedece a un gobierno general, exceptuando el reino de Quito, que con la
mayor dificultad contienen sus enemigos por ser fuertemente adicto a la
causa de su patria, y las provincias de Panamá y Santa Marta que
sufren, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y medio de
habitantes están esparcidos en aquel territorio, que actualmente
defienden contra el ejército español bajo el general Morillo, que es
verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si
la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de
fuerzas bastantes para subyugar a los morigerados y bravos moradores del
interior.
En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos
han sido tan rápidos, y sus devastaciones tales, que casi la han
reducido a una absoluta indigencia y a una soledad espantosa; no
obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el
orgullo de la América. Sus tiranos gobiernan un desierto; y sólo oprimen
a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria
existencia: algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los
más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven,
combaten con furor en los campos y en los pueblos internos, hasta
expirar o arrojar al mar a los que, insaciables de sangre y de crímenes,
rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la
América a su raza primitiva. Cerca de un millón de habitantes se contaba
en Venezuela; y, sin exageración, se puede asegurar que una cuarta
parte ha sido sacrificada por la tierra, la espada, el hambre, la peste,
las peregrinaciones; excepto el terremoto, todo resultado de la guerra.
En Nueva España había en 1808, según nos refiere el barón de
Humboldt, 7.800.000 almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella
época, la insurrección que ha agitado a casi todas sus provincias ha
hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo, que parece exacto; pues más
de un millón de hombres ha perecido, como lo podrá Vd. ver en la
exposición de Mr. Walton, que describe con fidelidad los sanguinarios
crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a
fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran
los españoles con tal que logren someter a los que han tenido la
desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a empaparse con
la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mejicanos serán libres
porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar
a sus antepasados o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Raynal:
llegó el tiempo, en fin, de pagar a los españoles suplicios con
suplicios y de ahogar esa raza de exterminadores en su sangre o en el
mar.
Las islas de Puerto Rico y Cuba que, entre ambas, pueden formar una
población de 700 a 800.000 almas, son las que más tranquilamente poseen
los españoles, porque están fuera del contacto los independientes. Mas
¿no son americanos estos insulares? ¿no son vejados? ¿no desean su
bienestar?
Este cuadro representa una escala militar de 2.000 leguas de longitud
y 900 de latitud en su mayor extensión, en que 16.000.000 de americanos
defienden sus derechos o están oprimidos por la nación española, que
aunque fue, en algún tiempo, el más vasto imperio del mundo, sus restos
son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para
mantenerse en el antiguo. ¿Y la Europa civilizada, comerciante y amante
de la libertad, permite que una vieja serpiente, por sólo satisfacer su
saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿está
la Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para
ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido, para ser de este modo
insensible? Estas cuestiones cuanto más las medito, más me confunden:
llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América; pero es
imposible, porque toda la Europa no es España. ¡Qué demencia la de
nuestra enemiga, pretender reconquistar la América, sin marina, sin
tesoro y casi sin soldados! pues los que tiene, apenas son bastantes
para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia y defenderse
de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio
exclusivo de la mitad del mundo, sin manufacturas, sin producciones
territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese
esta loca empresa; y suponiendo más aun, lograda la pacificación, los
hijos de los actuales americanos, unidos con los de los europeos
reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años, los
mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo?
La Europa haría un bien a la España en disuadirla de su obstinada
temeridad; porque a lo menos le ahorraría los gastos que expende, y la
sangre que derrama; a fin de que, fijando su atención en sus propios
recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más sólidas que las
de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones violentas en
pueblos remotos, enemigos y poderosos. La Europa misma por miras de
sana política, debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la
independencia americana; no sólo porque el equilibrio del mundo así lo
exige; sino porque este es el medio legítimo y seguro de adquirirse
establecimientos ultramarinos de comercio. La Europa que no se halla
agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia,
como la España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la
equidad a ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses.
Cuantos escritores han tratado la materia se acuerdan en esta parte.
En consecuencia, nosotros esperábamos con razón que todas las naciones
cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien
cuyas ventajas son recíprocas a entrambos hemisferios. Sin embargo,
¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los europeos, pero hasta nuestros
hermanos del norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta
contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la
más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos
antiguos y modernos, porque ¿hasta dónde se puede calcular la
trascendencia de la libertad del hemisferio de Colón?
"La felonía con que Bonaparte, dice Vd., prendió a Carlos IV y a
Fernando VII, reyes de esta nación, que tres siglos ha aprisionó con
traición a dos monarcas de la América meridional, es un acto muy
manifiesto de la retribución divina, y al mismo tiempo una prueba de que
Dios sostiene la justa causa de los americanos y les concederá su
independencia".
Parece que Vd. quiere aludir al monarca de Méjico Motezuma, preso por
Cortés y muerto, según Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por
el pueblo; y a Atahualpa, Inca del Perú, destruido por Francisco
Pizarro y Diego de Almagro. Existe tal diferencia entre la suerte de los
reyes españoles y de los reyes americanos, que no admite comparación;
los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran
su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos
y los vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozín, sucesor de
Motezuma, se le trata como emperador y le ponen la corona, fue por
irrisión y no por respeto; para que experimentase este escarnio antes
que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacan, Catzontzín; el Zipa de Bogotá y cuantos toquis, imas,
zipas, ulmenes, caciques y demás dignidades indianas, sucumbieron al
poder español. El suceso de Fernando VII es más semejante al que tuvo
lugar en Chile en 1535, con el ulmen de Copiapó, entonces reinante en
aquella comarca. El español Almagro pretextó, como Bonaparte, tomar
partido por la causa del legítimo soberano y, en consecuencia, llama al
usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta restituir al
legítimo a sus estados, y termina por encadenar y echar a las llamas al
infeliz ulmen, sin querer ni aun oír su defensa. Este es el ejemplo de
Fernando VII con su usurpador. Los reyes europeos sólo padecen
destierro; el ulmen de Chile termina su vida de un modo atroz.
"Después de algunos meses, añade Vd., he hecho muchas reflexiones
sobre la situación de los americanos y sus esperanzas futuras; tomo
grande interés en sus sucesos, pero me faltan muchos informes relativos a
su estado actual, y a lo que ellos aspiran; deseo infinitamente saber
la política de cada provincia, como también su población, ¿si desean
repúblicas o monarquías, si formarán una gran república, o una gran
monarquía? Toda noticia de esta especie que Vd. puede darme, o indicarme
las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy
particular".
Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo
que se esmera por recobrar los derechos con que el Creador y la
naturaleza lo han dotado; y es necesario estar bien fascinado por el
error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensación; Vd. ha
pensado en mi país y se interesa por él; este acto de benevolencia me
inspira el más vivo reconocimiento.
He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos,
que mil circunstancias hacen fallidos sin que sea fácil remediar esta
inexactitud, porque los más de los moradores tienen habitaciones
campestres y muchas veces errantes, siendo labradores, pastores,
nómades, perdidos en medio de los espesos e inmensos bosques, llanuras
solitarias y aisladas entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz
de formar una estadística completa de semejantes comarcas? Además los
tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las
primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y otros
accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto es sin
hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un
octavo de la población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces
las dificultades son insuperables y el empadronamiento vendrá a
reducirse a la mitad del verdadero censo.
Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo,
establecer principios sobre su política, y casi profetizar la naturaleza
del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de
este país me parece aventurada. ¿Se pudo prever cuando el género humano
se hallaba en su infancia, rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y
error, cuál sería el régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién
se habría atrevido a decir, tal nación será república o monarquía, ésta
será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, ésta es la imagen de
nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un
mundo aparte; cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes
y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad
civil. Yo considero el estado actual de la América, como cuando
desplomado el Imperio Romano cada desmembración formó un sistema
político, conforme a sus intereses y situación o siguiendo la ambición
particular de algunos jefes, familias o corporaciones; con esta notable
diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus
antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los
sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en
otros tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino
una especie media entre los legítimos propietarios del país y los
usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por
nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos
a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los
invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado;
no obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el
resultado de la línea de política que la América siga, me atrevo a
aventurar algunas conjeturas, que, desde luego, caracterizo de
arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no por un raciocinio
probable.
La posición de los moradores del hemisferio americano ha sido, por
siglos puramente pasiva: su existencia política era nula. Nosotros
estábamos en un grado todavía más abajo de la servidumbre, y por lo
mismo con más dificultad para elevarnos al goce de la libertad.
Permítame Vd. estas consideraciones para establecer la cuestión. Los
estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso
de ella. Luego un pueblo es esclavo cuando el gobierno, por su esencia o
por sus vicios, huella y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito.
Aplicando estos principios, hallaremos que la América no sólo estaba
privada de su libertad sino también de la tiranía activa y dominante. Me
explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en
el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del gran
sultán, kan, bey y demás soberanos despóticos, es la ley suprema y ésta
es casi arbitrariamente ejecutada por los bajaes, kanes y sátrapas
subalternos de la Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión
de que participan los súbditos en razón de la autoridad que se les
confía. A ellos está encargada la administración civil, militar y
política, de rentas y la religión. Pero, al fin son persas los jefes de
Ispahan, son turcos los visires del Gran Señor, son tártaros los
sultanes de la Tartaria. La China no envía a buscar mandatarios
militares y letrados al país de Gengis Kan, que la conquistó, a pesar de
que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados
por los ascendientes de los presentes tártaros.
¡Cuán diferente era entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta
que, además de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos
dejaba en una especie de infancia permanente con respecto a las
transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos
domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de
los negocios públicos y su mecanismo, y gozaríamos también de la
consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respecto
maquinal que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí por
qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues
que no nos era permitido ejercer sus funciones.
Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con
mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de
siervos propios para el trabajo, y cuando más, el de simples
consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes:
tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco
de las producciones que el Rey monopoliza, el impedimento de las
fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del
comercio hasta de los objetos de primera necesidad, las trabas entre
provincias y provincias americanas, para que no se traten, entiendan, ni
negocien; en fin, ¿quiere Vd. saber cuál era nuestro destino? los
campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el
algodón, las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para
cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro
que no puede saciar a esa nación avarienta.
Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna
otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y
la política de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmente
constituido, extenso, rico y populoso, sea meramente pasivo, ¿no es un
ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?
Estábamos como acabo de exponer, abstraídos, y digámoslo así,
ausentes del universo en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y
administración del estado. Jamás éramos virreyes, ni gobernadores, sino
por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas veces;
diplomáticos nunca; militares, sólo en calidad de subalternos; nobles,
sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni
financistas, y casi ni aun comerciantes: todo en contravención directa
de nuestras instituciones.
El emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores,
conquistadores y pobladores de América, que, como dice Guerra, es
nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solemnemente
con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoseles
hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía
que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y
ejerciesen la judicatura en apelación, con otras muchas exenciones y
privilegios que sería prolijo detallar. El Rey se comprometió a no
enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra
jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad
feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus
descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi
exclusivamente a los naturales del país originarios de España en cuanto
a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que, con
una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se
han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que
les daba su código.
De cuanto he referido será fácil colegir que la América no estaba
preparada para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió,
por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona, y por la inicua
guerra que la regencia nos declaró, sin derecho alguno para ello, no
sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la
naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y
hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta hay escritos, del
mayor mérito, en el periódico "El Español" cuyo autor es el señor
Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada,
me limito a indicarlo.
Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos;
y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a
representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de
legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos,
generales, y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la
jerarquía de un estado organizado con regularidad.
Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad
de Cádiz, y con su vuelo arrollaron los frágiles gobiernos de la
Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes habíamos sido
entregados a la merced de un usurpador extranjero; después, lisonjeados
con la justicia que se nos debía y con esperanzas halagüeñas siempre
burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y
amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo,
justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la revolución. En el
primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior, contra
los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a la
seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las
que acabábamos de deponer, encargadas de dirigir el curso de nuestra
revolución, y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible
fundar un gobierno constitucional, digno del presente siglo, y adecuado a
nuestra situación.
Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el
establecimiento de juntas populares. Estas formaron en seguida
reglamentos para la convocación de congresos que produjeron alteraciones
importantes. Venezuela erigió un gobierno democrático y federal,
declarando previamente los derechos del hombre, manteniendo el
equilibrio de los poderes, y estatuyendo leyes generales en favor de la
libertad civil, la imprenta y otras; finalmente se constituyó un
gobierno independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los
establecimientos políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo
por base fundamental de su constitución el sistema federal más exagerado
que jamás existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder
ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden.
Según entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma línea de
operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los documentos
son tan raros y las noticias tan inexactas, no me animaré ni aun a
bosquejar el cuadro de sus transacciones.
Los sucesos de Méjico han sido demasiados varios, complicados,
rápidos y desgraciados, para que se puedan seguir en el curso de su
revolución. Carecemos, además, de documentos bastante instructivos, que
nos hagan capaces de juzgarlos. Los independientes de Méjico, por lo que
sabemos, dieron principio a su insurrección en setiembre de 1810, y un
año después ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro e instalada
allí una junta nacional, bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo
nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos
de la guerra, esta junta se trasladó a diferentes lugares, y es
verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las
modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un
generalísimo o dictador, que lo es el ilustre general Morelos; otros
hablan del célebre general Rayón; lo cierto es que, uno de estos grandes
hombres, o ambos separadamente, ejercen la autoridad suprema en aquel
país; y recientemente, ha aparecido una constitución para el régimen del
estado. En marzo de 1812 el gobierno residente en Zultepec, presentó un
plan de paz y guerra al virrey de Méjico, concebido con la más profunda
sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes, estableciendo
principios de una exactitud incontestable. Propuso la junta que la
guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos; pues que no debía
ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de
gentes y de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros,
debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas
leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad
ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en
rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las
poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quitasen para sacrificarlas; y
concluye que, en caso de no admitirse este plan, se observarían
rigurosamente las represalias. Esta negociación se trató con el más alto
desprecio; no se dio respuesta a la junta nacional; las comunicaciones
originales se quemaron públicamente en la plaza de Méjico, por mano del
verdugo, y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles
con su furor acostumbrado, mientras que los mejicanos y las otras
naciones americanas no la hacían ni aun a muerte con los prisioneros de
guerra que fuesen españoles. Aquí se observa que por causas de
conveniencia, se conservó la apariencia de sumisión al rey y aún a la
constitución de la monarquía. Parece que la junta nacional es absoluta
en el ejercicio de las funciones legislativas, ejecutivas y judiciales, y
el número de sus miembros muy limitado.
Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las
instituciones perfectamente representativas, no son adecuadas a nuestro
carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el espíritu de partido
tomó su origen en las sociedades, asambleas, y elecciones populares; y
estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha
sido la república americana que más se ha adelantado en sus
instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la
ineficacia de la forma democrática y federal para nuestros nacientes
estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos
provinciales y la falta de centralización en el general, han conducido
aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta
razón, sus débiles enemigos se han conservado, contra todas las
probabilidades. En cuanto que nuestros compatriotas no adquieran los
talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del
Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables,
temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente estas
cualidades parecen estar muy distantes de nosotros en el grado que se
requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se
contraen bajo la dirección de una nación como la española, que sólo ha
sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia.
"Es más difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre,
que subyugar uno libre". Esta verdad está comprobada por los anales de
todos los tiempos, que nos muestran, las más de las naciones libres,
sometidas al yugo, y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A
pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente han
manifestado el conato de conseguir instituciones liberales y aun
perfectas, sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los
hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza,
infaliblemente, en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas
sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero
¿seremos nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la
difícil carga de una república? ¿Se puede concebir que un pueblo
recientemente desencadenado se lance a la esfera de la libertad, sin
que, como a Icaro, se le deshagan las alas y recaiga en el abismo? Tal
prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un
raciocinio verosímil que nos halague con esta esperanza.
Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande
nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y
gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no
puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una
gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo, y menos
deseo una monarquía universal de América, porque este proyecto, sin ser
útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se
reformarían y nuestra regeneración sería infructuosa. Los estados
Americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que
curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli,
por ejemplo, sería Méjico, que es la única que puede serlo por su poder
intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo
de Panamá, punto céntrico para todos los extremos de este vasto
continente, ¿no continuarían éstos en la languidez y aun en el desorden
actual? Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos
los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione
al Nuevo Mundo, sería necesario que tuviese las facultades de un Dios, y
cuando menos las luces y virtudes de todos los hombres.
El espíritu de partido que, al presente, agita a nuestros estados, se
encendería entonces con mayor encono, hallándose ausente la fuentes del
poder, que únicamente puede reprimirlo. Además los magnates de las
capitales no sufrirían la preponderancia de los metropolitanos, a
quienes considerarían como a otros tantos tiranos: sus celos llegarían
hasta el punto de comparar a éstos con los odiosos españoles. En fin,
una monarquía semejante sería un coloso disforme, que su propio peso
desplomaría a la menor convulsión.
M. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince a diez y
siete estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos
monarcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo primero, pues la América
comporta la creación de diez y siete naciones; en cuanto a lo segundo,
aunque es más fácil conseguirlo, es menos útil, y así no soy de la
opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones: el interés
bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su
conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio,
porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los
republicanos a extender los términos de su nación, en detrimento de sus
propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de
una constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja
sacan venciéndolos; a menos que los reduzcan a colonias, conquistas o
aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales, están
en oposición directa con los principios de justicia de los sistemas
republicanos; y aun diré más, en oposición manifiesta con los intereses
de sus ciudadanos: porque un estado demasiado extenso en sí mismo o por
sus dependencias, al cabo viene en decadencia y convierte su forma libre
en otra tiránica; relaja los principios que deben conservarla y ocurre
por último al despotismo. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la
permanencia, el de las grandes es vario; pero siempre se inclina al
imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las
segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era
república la capital y no lo era el resto de sus dominios, que se
gobernaban por leyes e instituciones diferentes.
Muy contraria es la política de un rey cuya inclinación constante se
dirige al aumento de sus posesiones, riquezas y facultades: con razón,
porque su autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con respecto a
sus vecinos, como a sus propios vasallos que temen en él un poder tan
formidable, cuanto es su imperio, que se conserva por medio de la guerra
y de las conquistas. Por estas razones pienso que los americanos
ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura, preferirían
las repúblicas a los reinos; y me parece que estos deseos se conforman
con las miras de la Europa.
No convengo en el sistema federal entre los populares y
representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos
políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehuso la
monarquía mixta de aristocracia y democracia, que tanta fortuna y
esplendor ha procurado a la Inglaterra. No siéndonos posible lograr
entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos
caer en anarquías demagógicas, o en tiranías monócratas. Busquemos un
medio entre extremos opuestos, que nos conducirían a los mismos
escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado
de mis cavilaciones sobre la suerte futura de la América: no la mejor
sino la que sea más asequible.
Por la naturaleza de las localidades, riquezas, poblaciones y
carácter de los mejicanos, imagino que intentarán al principio
establecer una república representativa, en la cual tenga grandes
atribuciones el poder ejecutivo, concentrándolo en un individuo que si
desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi naturalmente vendrá
a conservar su autoridad vitalicia. Si su incapacidad o violenta
administración excita una conmoción popular que triunfe, este mismo
poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido
preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una
monarquía que al principio será limitada y constitucional, y después
inevitablemente declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada
hay más difícil en el orden político que la conservación de una
monarquía mixta; y también es preciso convenir en que sólo un pueblo tan
patriota como el inglés, es capaz de contener la autoridad de un rey, y
de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y una corona.
Los estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizá una
asociación. Esta magnífica posición entre los dos grandes mares, podrá
ser con el tiempo el emporio del universo, sus canales acortarán las
distancias del mundo, estrecharán los lazos comerciales de Europa,
América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las cuatro
partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de
la tierra como pretendió Constantino que fuese Bizancio la de antiguo
hemisferio!
La Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en
formar una república central, cuya capital sea Maracaibo, o una nueva
ciudad que, con el nombre de Las Casas, en honor a este héroe de la
filantropía, se funde entre los confines de ambos países, en el soberbio
puerto de Bahía-honda. Esta posición, aunque desconocida, es más
ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su situación tan
fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable,
un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de
ganado, y una grande abundancia de maderas de construcción. Los salvajes
que la habitan serían civilizados y nuestras posesiones se aumentarían
con la adquisición de la Goagira. Esta nación se llamaría Colombia como
un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su
gobierno podrá imitar al inglés: con la diferencia de que en lugar de un
rey, habrá un poder ejecutivo electivo, cuando más vitalicio, y jamás
hereditario, si se quiere república; una cámara o senado legislativo
hereditario, que en las tempestades políticas se interponga entre las
olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo, de
libre elección, sin otras restricciones que las de la cámara baja de
Inglaterra. Esta constitución participaría de todas las formas, y yo
deseo que no participe de todos los vicios. Como ésta es mi patria tengo
un derecho incontestable para desearle lo que en mi opinión es mejor.
Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de
un gobierno central, porque es en extremo adicta a la federación; y
entonces formará, por sí sola un estado que, si subsiste, podrá ser muy
dichoso por sus grandes recursos de todo género.
Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile, y
el Perú: juzgando por lo que se trasluce y por las apariencias, en
Buenos Aires habrá un gobierno central, en que los militares se lleven
la primacía por consecuencia de sus divisiones intestinas y guerras
externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una oligarquía,
o una monocracia con más o menos restricciones, y cuya denominación
nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal cosa sucediese, porque
aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida gloria.
El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por
las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo
de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las
bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si
alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será
la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los
vicios de la Europa y del Asia llegarán tarde o nunca a corromper las
costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado;
estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hombres;
no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en
opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.
El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo
régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el
segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez
alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se
humilla en las cadenas.
Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con
más justicia las merece Lima, por los conceptos que he expuesto y por
la cooperación que ha prestado a sus señores contra sus propios
hermanos, los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es
constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo
intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni
los esclavos y pardos libertos la aristocracia: los primeros preferirán
la tiranía de uno solo., por no padecer las persecuciones tumultuarias y
por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si consigue
recobrar su independencia.
De todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las
provincias americanas se hallan lidiando por emanciparse; al fin
obtendrán el suceso; algunas se constituirán de un modo regular en
repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi
inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán tan infelices
que devorarán sus elementos ya en la actual, ya en las futuras
revoluciones, que una gran monarquía no será fácil consolidar, una gran
república imposible.
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una
sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el
todo. Ya que tiene su origen, una lengua, unas costumbres y una
religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que
confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es
posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses
opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello
sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto
para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar
allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos
e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de
la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta
especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de
nuestra regeneración; otra esperanza es infundada, semejante a la del
abate St. Pierre, que concibió el laudable delirio de reunir un congreso
europeo para decidir de la suerte y de los intereses de aquellas
naciones.
"Mutaciones importantes y felices, continúa Vd., pueden ser
frecuentemente producidas por efectos individuales". Los americanos
meridionales tienen una tradición que dice que cuando Quetzalcoatl, el
Hermes o Buda de la América del Sur, resignó su administración y los
abandonó, les prometió que volvería después que los siglos designados
hubiesen pasado, y que él restablecería su gobierno y renovaría su
felicidad. ¿Esta tradición no opera y excita una convicción de que muy
pronto debe volver? ¿Concibe Vd. cuál será el efecto que producirá, si
un individuo, apareciendo entre ellos, demostrase los caracteres de
Quetzalcoatl, el Buda del bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto
las otras naciones? ¿No cree Vd. que esto inclinaría todas las partes?
¿No es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de
expulsar a los españoles, sus tropas y los partidarios de la corrompida
España para hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un
gobierno libre y leyes benévolas?
Pienso como Vd. que causas individuales pueden producir resultados
generales; sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran
profeta, o Dios del Anahuac, Quetzalcoatl el que es capaz de operar los
prodigiosos beneficios que Vd. propone. Este personaje es apenas
conocido del pueblo mejicano y no ventajosamente, porque tal es la
suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y
literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen,
verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. Se
disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su
nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros
dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra
los más de los autores mejicanos, polémicos e historiadores profanos,
han tratado con más o menos extensión la cuestión sobre el verdadero
carácter de Quetzalcoatl. El hecho es, según dice Acosta, que él
estableció una religión, cuyos ritos, dogmas y misterios tenían una
admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a
ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar
la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él
a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión
general es que Quetzalcoatl es un legislador divino entre los pueblos
paganos del Anahuac del cual era lugarteniente el gran Motezuma
derivando de él su autoridad. De aquí se infiere que nuestros mejicanos
no seguirán al gentil Quetzalcoatl, aunque apareciese bajo las formas
más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más
intolerante y exclusiva de las otras.
Felizmente los directores de la independencia de Méjico se han
aprovechado del fanatismo con el mejor acierto, proclamando a la famosa
virgen de Guadalupe por reina de los patriotas; invocándola en todos los
casos arduos y llevándola en sus banderas. Con esto el entusiasmo
político ha formado una mezcla con la religión, que ha producido un
fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de
esta imagen en Méjico es superior a la más exaltada que pudiera inspirar
el más diestro profeta.
Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de
nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña,
porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente
entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por
lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el
efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son
siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados. De este modo
la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se
prolonga siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre
nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia.
Yo diré a Vd. lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los
españoles y de fundar un gobierno libre: es la unión, ciertamente; mas
esta unión no nos vendrá por prodigios divinos sino por efectos
sensibles y esfuerzos bien dirigidos. La América está encontrada entre
sí, porque se halla abandonada de todas las naciones; aislada en medio
del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares, y
combatida por la España que posee más elementos para la guerra que
cuantos nosotros furtivamente podemos adquirir.
Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el estado es débil, y
cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan, las
opiniones se dividen, las pasiones las agitan y los enemigos las animan
para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los
auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos
verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la
gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes
prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las
ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la
Europa volarán a Colombia libre, que las convidará con un asilo.
Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor
de someter a Vd. para que los rectifique o deseche, según su mérito,
suplicándole se persuada que me he atrevido a exponerlos, más por no ser
descortés, que porque me crea capaz de ilustrar a Vd. en la materia.
Soy de Vd. &. &. &.
Nota de Vicente Lecuna:
En vida de Bolívar publicáronse, por suscripción popular, varios
volúmenes de la obra "Colección de Documentos Relativos a la Vida
Pública del Libertador de Colombia y del Perú, Simón Bolívar, para
servir a la Historia de la Independencia de Suramérica". Caracas.
Imprenta Devisme Hermanos Calle de Orinoco
140. 1826. Compuesta esta
obra por los próceres Cristóbal de Mendoza y Francisco Javier Yanes,
llegó al tomo 15 en 1828, época de la muerte de Mendoza. Este tomo lo
imprimió G. F. Devisme, Calle de la Fraternidad Nº 57. Yanes continuó la
obra hasta el tomo 22, editado en 1833, en la imprenta de Damiron &
Dupuy, Calle de la Fraternidad, Nº 21. En este volumen insertó, página
207 a 229, la famosa carta de Bolívar de 6 de setiembre de 1815,
dirigida a un caballero de Jamaica y justamente denominada la "carta
profética".
Cuando nosotros editamos nuestra colección de Cartas del Libertador
no conocíamos este tomo 22. Por este motivo ignorábamos el autor de su
primera reproducción.
Es muy probable que Briceño Méndez, Secretario de Bolívar en aquella
época, facilitara el borrador original al historiador Yanes, así como
sabemos que le proporcionó muchos otros documentos.