sábado, 30 de enero de 2016

STALIN de Leon Trotsky / LENIN buscando Autor

EXPLICA PORQUE TRIUNFO STALIN / PURGAS DEL STALINISMO / PORQUE SE CAYO LA UNION SOVIETICA. LO CUAL LLEVA A LA INVASION DE VENEZUELA POR CUBA Y UCRANIA , POR RUSIA, EXPLICANDO EL CARACTER SEMICOLONIAL DE LA RUSIA DE VLADIMIR PUTIN.

León Trotsky

STALIN



Escrito: En ruso por Leon Trotsky en 1940.
Publicado por vez primera: En 1941.
Edición digital en castellano: PRT - Izquierda Revolucionaria, España.
Digitalización: PRT-Izquierda Revolucionaria, España.
HTML para Marxists.org: Juan Fajardo, diciembre de 2002, 2010.
Esta edición: Marxists Internet Archive, diciembre de 2002; revisada, 2010.





TOMO I
Capitulo I. -FAMILIA Y ESCUELA
Capitulo V -EL NUEVO DESPERTAR
Capitulo VI -GUERRA Y DESTIERRO

TOMO II
Capitulo VII -EL AÑO 1917
Capitulo VIII -COMISARIO DEL PUEBLO
Capitulo IX -LA GUERRA CIVIL
Capitulo XII -HACIA EL PODER

Suplemeneto II -"KINTO" EN EL PODER







LOS CRIMENES DE STALIN SON LOS MISMOS CRIMENES DE PUTIN




Leon Trotsky - STALIN

CAPITULO XII

HACIA EL PODER

A primeros de 1923, los principales dirigentes conocedores de la situación política se habían dado ya cuenta de que Stalin estaba saturando el inmediato XII Congreso, la máxima autoridad del Partido, de delegados que le eran incondicionalmente fieles. Lenin se alarmó tanto al ver el sesgo de los asuntos, que me llamó a su habitación del Kremlin, y habló del terrible auge del burocratismo en nuestro aparato soviético y de la necesidad de encontrar una solución al problema. Sugirió la conveniencia de nombrar una Comisión especial del Comité Central y me pidió que interviniese activamente en ello.
"Vladimiro Ilich, estoy convencido de que en la presente lucha contra el burocratismo en el aparato soviético no debemos perder de vista lo que está ocurriendo: se está formando una selección muy especial de funcionarios y especialistas, miembros del Partido y no miembros, a base de su lealtad a ciertas personalidades dominantes y grupos rectores del Partido dentro del Comité Central mismo. Cada vez que se ataca a un funcionario subalterno, se tropieza con un dirigente destacado del Partido... No puedo encargarme de eso en las actuales circunstancias."
Lenin se quedó pensativo por un momento, y (le estoy citando literalmente) dijo: "En otras palabras, lo que propongo es una campaña contra el burocratismo en el aparato del Soviet, y tú hablas de ampliarla librándola también contra el burocratismo del Orgburó del Partido. ¿No es eso?"
Me eché a reír por lo inesperado de la salida, pues en aquel momento no se me había ocurrido una formulación tan exacta y completa de la idea. Y respondí: "Creo que sí."
"Entonces, muy bien -repuso Lenin-. Hagamos un bloque."
"Es un placer formar un bloque con una buena persona", dije.
Convinimos en que Lenin iniciaría la propuesta de tal Comisión del Comité Central para combatir el burocratismo "en general" y el del Orgburó en particular. Me prometió reflexionar sobre "otros" detalles de organización del asunto. Y nos despedimos.
Pasaron dos semanas; Lenin se encontraba cada vez peor. Entonces, sus secretarias me trajeron sus notas y su carta sobre el problema de las nacionalidades. Durante meses permaneció postrado a causa de la arterioesclerosis, y nada pudo hacerse de nuestro bloque contra el burocratismo del Orgburó. Evidentemente, el plan de Lenin iba dirigido contra Stalin, aunque no mencionara su nombre; estaba de acuerdo con el orden de ideas explícitamente consignado por Lenin en su testamento.
[Si por entonces Stalin tenía en sus manos la Comisión Central de Control, el Orgburó y la Secretaría, Zinoviev continuaba teniendo mayoría en el Politburó y en el Comité Central, por lo que era el más destacado del triunvirato. La pugna entre él y Stalin, tácita y disimulada, pero no por eso menos vehemente, se relacionaba con la mayoría en el futuro Congreso. Zinoviev dominaba por completo la organización de Leningrado, y su socio Kamenev la de Moscú. Estos dos capitales centros del Partido tenían bastante con la ayuda de algunos otros secundarios para lograr mayoría en el Congreso. Tal mayoría era necesaria para la elección de un Comité Central y para ratificar las revoluciones favorables a Zinoviev. Pero éste no logró reunir esa mayoría; un número predominante de organizaciones del Partido fuera de las de Petrogrado y Moscú, resultaron estar firmemente sometidas al secretario general.]
[Sin embargo, Zinoviev cometió la imprudencia de insistir en ocupar el puesto de Lenin en el XII Congreso y de asumir el papel de sucesor de Lenin haciendo el informe político en su sesión inaugural. Durante los preparativos para el Congreso, con Lenin enfermo e imposibilitado de asistir], la cuestión más espinosa era la de quién había de pronunciar este discurso fundamental, que desde la creación del Partido fue prerrogativa de Lenin. Al plantearse el tema en el Politburó, Stalin fue el primero que dijo: "El informe político lo hará, naturalmente, el camarada Trotsky."
Yo no lo deseaba, pues equivalía para mí a anunciar mi candidatura al puesto de sucesor de Lenin cuando éste se hallaba luchando con una grave enfermedad. Repliqué poco más o menos: "Esto es provisional. Confiemos en que Lenin se restablecerá pronto. Entretanto, el informe debe hacerlo, atendiendo a su cargo, el secretario general. Así se elimina todo fundamento de vanas especulaciones. Además, ambos tenemos serias diferencias en cuestiones económicas, y yo estoy en minoría."
"Pero, ¿suponiendo que no hubiese diferencias?", preguntó Stalin, como dando a entender que estaba dispuesto a hacer amplias concesiones, esto es, a pactar en apariencia.
Kalinin intervino en el diálogo. "¿Qué diferencias? -dijo-. El Politburó aprueba siempre tus propuestas."
Seguí insistiendo en que Stalin hiciera el informe.
"De ningún modo -replicó con ostentosa modestia-. El Partido no lo comprendería. Debe hacer el informe el miembro más popular del Comité Central."
[La mayoría de Zinoviev en el Comité Central decidió el asunto en definitiva. Esto hizo creer a todos los miembros del Partido que Zinoviev era el sucesor de Lenin en la dirección del mismo. Con los delegados que él controlaba y la mayoría de su asociado segundo en el triunvirato, tenía motivos sobrados para esperar una ovación en el momento de aparecer en la tribuna en su papel de bolchevique número uno para hacer el informe político. Pero el secretario general engañó a su cotriunviro; Zinoviev no fue saludado por los aplausos de costumbre. Pronunció su fundamental discurso en medio de un silencio virtualmente agobiador. El veredicto de los delegados era claro: en esta nueva función, Zinoviev era un usurpador.
[El XII Congreso, que comprendió la semana del 17 al 25 de abril de 1923, elevó a Stalin del último al primer puesto dentro del triunvirato. Había terminado la mayoría de Zinoviev en el Comité Central y en el Politburó. Stalin se impuso a ambos. Pero su más importante faena en el XII Congreso fue la llevada a cabo en la Comisión Central de Control; la mayoría de sus miembros eran hechura suya. Pero las Comisiones de control provinciales, de distrito y locales, muchas de ellas elegidas antes de su designación como secretario general, no quedaban bajo su dominio. Stalin resolvió el problema del modo en él característico. Con uno u otro pretexto, los casos sometidos a la jurisdicción de Comisiones de control hostiles, y de interés para la máquina política de Stalin, se elevaban a la Comisión Central de Control en consulta siempre que era posible; además, cuando había ocasión de hacerlo sin llamar mucho la atención, se aprovechaba cualquier pretexto para suprimir sencillamente desde la Comisión Central de Control algunas de las subalternas que fuesen hostiles. Esto, con una bien organizada maquinación en las conferencias provinciales y regionales de las Comisiones de control, produjo resultados fructíferos. [La Junta del Partido, compuesta de miembros de la Comisión Central de Control y especialmente creada en este Congreso para "juzgar" y "liquidar" a oposicionistas, estaba totalmente en poder de partidarios de Stalin. El número de componentes de la misma Comisión Central de Control fue aumentado de 7 a 50, con 10 suplentes; más altos cargos que repartir entre los incondicionales. Además, la nueva definición de sus funciones y actividades efectivas transformó la Comisión Central de Control en una OGPU especial para miembros del Partido Comunista.
[Habiendo sido derrotado en el XII Congreso, Zinoviev trató de resarcirse políticamente pactando con los dirigentes principales. Vacilaba entre dos planes: 1.º, reducir la Secretaría a su condición primera subordinada al Politburó, privándola de los poderes de nominación que ella misma se había irrogado; y 2.º, darle un carácter "político", constituyendo una Junta especial de tres miembros del Politburó dentro de ella como máxima autoridad, a saber: Stalin, Trotsky y otro a elegir entre Kamenev, Bujarin o Zinoviev. Era necesaria una combinación por el estilo para compensar la excesiva influencia de Stalin.
[Inició sus conferencias sobre el asunto en una bodega próxima a Kislovodsk, célebre balneario del Cáucaso, en septiembre de 1923. Vorochilov, que ala sazón se encontraba en Rostov, recibió de Zinoviev una invitación telegráfica para asistir, lo mismo que Ordzhonikidze, el amigo de Stalin. Los otros concurrentes eran Zinoviev, Bujarin, Lashevich y Evdokimov. Zinoviev, que redactó un sumario de las opiniones expresadas en aquella Conferencia, en una carta dirigida a Stalin y entregada personalmente por él a su dilecto amigo Ordzhonikidze para transmitirla al destinatario, informó que:"El camarada Stalin había contestado con un telegrama algo rudo, aunque en tono amistoso... Poco después llegó... y sostuvimos varias conversaciones. Por último, se decidió que no tocaríamos la Secretaría, pero, a fin de coordinar el trabajo de organización con las actividades políticas, situaríamos tres miembros del Politburó en el Orgburó. Esta idea, no muy práctica, fue del camarada Stalin, y la aceptamos. Los tres miembros del Politburó eran los camaradas Trotsky, Bujarin y yo. Asistí a las reuniones del Orgburó una o dos veces, creo, y los camaradas de Trotsky y Bujarin no fueron una sola vez. Todo se quedó en nada..."
[En realidad, todo lo que el confiado Zinoviev tuvo que hacer, fue asistir a una o dos reuniones del Orgburó para convencerse de que nadie ajeno a la máquina de Stalin podía intentar "meter baza" allí: Trotsky y Bujarin tuvieron al menos la cautela y la imaginación de mantenerse a distancia.
[Entretanto, la situación revolucionaria en Alemania había llegado a un punto crítico. Pero los triunviros y sus aliados en el Politburó estaban aún muy ocupados socavando el prestigio del ultrapopular camarada Trotsky y apuñalándose entre ellos, para preocuparse en dedicar una ojeada superficial al supremo problema de la revolución mundial. Los camaradas alemanes recibieron continuas órdenes de manejar la palanca de la táctica del Frente Unido hasta el límite. Luego, Zinoviev convocó al Ejecutivo ampliado del Komintern en Moscú, y desde el 12 al 24 de junio los líderes del comunismo mundial estuvieron hablando de revolución.
[Las desesperadas masas alemanas (quince millones en las ciudades, siete millones en el campo) respaldaron a la Sección alemana del Komintern. Pero con Lenin paralítico y sin habla, y Trotsky incapacitado por la disciplina de partido y reducido políticamente a la impotencia por su aislamiento en el Politburó, los dirigentes del Komintern de Moscú nada tenían que decir a los líderes comunistas de Alemania. No circularon órdenes, y nada sucedió. Durante aquel nefasto mes de agosto de 1923, Stalin escribió las siguientes líneas a Zinoviev (entonces a la cabeza de la Internacional Comunista) y a Bujarin (considerado oficialmente como "el teórico principal del comunismo después de Lenin")]:
"¿Deben intentar los comunistas, en la ocasión presente, hacerse dueños del poder sin los socialdemócratas? ¿Están suficientemente maduros para ello? Esa es la cuestión, a juicio mío. Cuando nosotros ocupamos el poder, teníamos en Rusia, como reserva, los siguientes recursos: a) la promesa de paz; b) la consigna de "la tierra para los campesinos"; c) el apoyo de la gran mayoría de la clase trabajadora, y d) la simpatía del campesinado. En este momento, los comunistas alemanes nada tienen de eso. Naturalmente, cuentan por vecino con un país soviético, lo que nosotros no teníamos; pero, ¿qué podemos ofrecerles...? Si el Gobierno de Alemania se viniese ahora abajo, por decirlo así, y los comunistas tuvieran que hacerse cargo de él, terminarían en quiebra. Eso, en el mejor de los casos; en el peor, serían reducidos a fragmentos y desalojados. La cuestión en su conjunto no es que Brandler quiera "educar a las masas", sino que la burguesía, con los socialdemócratas de derecha, están en situación de convertir tales lecciones (la manifestación) en una batalla general (a los comunistas alemanes). Como es natural, los fascistas no se duermen; pero nos tiene cuenta esperar a que ataquen ellos. Así se agrupará toda la clase trabajadora en torno a los comunistas (Alemania no es Bulgaria). Por otra parte, toda nuestra información indica que en Alemania el fascismo es débil. A mi parecer, los alemanes necesitan freno más que espolearlos."
[Esta opinión del principal miembro del triunvirato y amo secreto del Partido Comunista de la Unión Soviética, era tanto como una orden a la dirección de la Internacional Comunista, que en tal sentido formuló sus instrucciones a la del Partido Comunista alemán. Como todas estas declaraciones, era "secreta" y "confidencial", y por entonces no fue generalmente conocida. Trotsky, ignorante de la "opinión" particular de Stalin, pero mucho más consciente de la gravedad de la situación en Alemania, pidió que se fijase en seguida un plazo provisional elástico, de ocho a diez semanas, para desencadenar la insurrección en Alemania, y que los preparativos se comenzasen sin pérdida de tiempo. Pero la mayoría del Comité Central nada hacía sin contar con Stalin.
[Brandler, que fue a Moscú a primeros de septiembre en busca de consejo y ayuda, no pudo entrevistarse siquiera con los líderes de la revolución mundial. Después de ser remitido de un despacho a otro, día tras día y semana tras semana, pudo al fin agenciarse una oportunidad de exponer su conocimiento y su criterio sobre la situación en Alemania en presencia de Stalin y Zinoviev. El consejo que éstos dieron a Brandler fue de acuerdo con la decisión del Ejecutivo del Komintern de junio anterior: formar un Gobierno obrero participando en el Gobierno socialdemócrata de Sajonia. Al advertir que Brandler vacilaba, le dijeron que aquella maniobra era el mejor modo de preparar la insurrección. Stalin cortó todo ulterior argumento con una orden perentoria de colaborar inmediatamente, y Zinoviev, como jefe del Komintern, envió órdenes telegráficas al Partido Comunista sajón para que se incorporase al Gobierno socialdemócrata en el acto. Además, se le dijo a Brandler que entrase él mismo en el Gobierno. De este modo se le puso ante la alternativa de abandonar la dirección del Partido Comunista alemán, si no obedecía. Y se sometió.
[Los atropellados preparativos que comenzaron a fines de septiembre fueron lastimosamente impropios y mal conducidos. El Partido Comunista alemán había organizado destacamentos de combatientes, las llamadas centurias rojas, en cada centro comunista, y los mantenía preparados para el momento que se señalaría en una conferencia proyectada para el 21 de octubre en Chemnitz. La insurrección debía de comenzar en Sajonia. Si se desarrollaba de acuerdo con el plan, el Partido Comunista se encargaría de la dirección; en otro caso, el Partido declinaría toda responsabilidad, ocultándose tras la cortina de la aparente coalición con los socialdemócratas, con cuya ayuda tratarían de atajar la inevitable reacción.
[Era una maniobra típicamente estalinista. Así se había conducido en octubre de 1917 en Rusia, durante los debates en el Comité Central bolchevique, apoyando clandestinamente a Zinoviev y Kamenev, abiertamente opuestos a la insistencia de Lenin en la insurrección, mientras vigilaba atentamente para ver quién quedaba encima. En Rusia no tuvo importancia su postura para el desenlace de la insurrección, porque no estaba a su cuidado prepararla. Pero en la situación de Alemania en 1923 era él el supremo patrón.
[Cuando en la Conferencia de Chemnitz de 21 de octubre los socialdemócratas sajones echaron abajo la propuesta de Brandler a favor de una huelga general y una insurrección armada, Brandler dio la única consigna que podía dar de acuerdo con las instrucciones recibidas de Stalin y Zinoviev: revocar la revolución. Pero aquélla no era la primera vez que se aplazaba una revolución en Alemania después de haberla preconizado. Y no puede esperarse que un partido revolucionario a quien se refrena para que no actúe, responda indefinidamente con la regularidad de un grifo de agua. Dos días después de la orden de negativa de Chemnitz, la insurrección de Hamburgo. Todo en vano. Los combatientes estaban sin jefes y sin objetivo. El levantamiento se extinguió. Lo que pudo ser una revolución se quedó en aventura insensata y de Stalin, en el palenque internacional, su primer ensayo general de la primera capitulación ante Hitler en 1933.
[El fracaso alemán tuvo inmediata repercusión en el Partido Comunista de la Unión Soviética. Los comunistas estaban desconcertados; muchos de ellos insistían en que hacía falta algo más que una simple toma de razón por los dirigentes del Partido, y reclamaban que se ventilaran los problemas en abierta discusión. Su primera petición fue, por consiguiente, la de que se restableciera el derecho de formar agrupaciones dentro del Partido, abolido por el X Congreso en 1921 durante los días críticos de la rebelión de Kronstadt. El descontento ante el dominio del triunvirato haría estado fermentando sin cesar desde el XII Congreso, y no se limitaba a los triunviros, sino que comprendía al Comité Central en su conjunto. Cuarenta y seis bolcheviques prominentes, entre ellos Pyatakov, Sapronov, Serebryakov, Preobrazhensky, Ossinsky, Drobnis y V. M. Smirnov, formularon una declaración en la que manifestaban, entre otros extremos:
"El régimen que se ha instituido en el Partido, es absolutamente intolerable. Destruye la iniciativa dentro del Partido; está remplazando el Partido por una máquina política... que funciona bastante bien cuando no hay dificultades, pero que inevitablemente falla en los momentos de crisis y amenaza con su total quiebra ante los graves acontecimientos que se avecinan. La situación presente se debe a que el régimen de dictadura faccional que se impuso objetivamente después del X Congreso ha sobrevivido a su inutilidad."
[Los cuarenta y seis no se quedaron satisfechos con los vanos amagos del Pleno de septiembre de "ampliar la democracia" en el Partido. Se organizaron mítines de protesta y agitación pública contra el régimen burocrático que se seguía, no sólo en instituciones soviéticas, sino incluso en las organizaciones del Partido. 
[En un esfuerzo para catalizar este creciente movimiento de protesta, que amenazaba con degenerar en una oposición conjunta de la izquierda, Zinoviev, en representación del triunvirato, publicó en el número de Pravda de 7 de noviembre, dedicado al VII aniversario de la Revolución bolchevique, un artículo que legalizaba la discusión, proclamando la existencia de "democracia obrera" dentro del Partido. Al mismo tiempo, por negociaciones entre los dirigentes más destacados, se llegó por último a una resolución bosquejada en el Politburó y adoptada por el Comité Central el 5 de diciembre de 1923, en la que se condenaban calamidades tales como la burocracia, los privilegios especiales y otras parecidas y se prometía solemnemente restaurar el derecho de crítica e investigación y proveer todos los cargos mediante elecciones honradas. Trotsky, que había estado enfermo desde primeros de noviembre y por ello imposibilitado de participar en la discusión general, puso en el citado acuerdo su firma con la de los demás miembros del Politburó y del Comité Central.
[La lucha en las alturas duraba ya cerca de dos años tan en secreto que el Partido en conjunto nada sabía de ella, y todos, aparte un puñado de iniciados de confianza, miraban a Trotsky como un decidido y leal sostenedor del régimen imperante. Por eso decidió añadir a su firma en la resolución del Comité Central de 5 de diciembre una declaración de su propia actitud, en la que francamente exponía sus dudas respecto a los peligros de la burocracia, a las posibilidades de degeneración política del movimiento bolchevique, y aconsejaba a la juventud que arremetiera contra la obediencia pasiva, el arribismo y el servilismo, y deducía la explícita conclusión de que el nuevo rumbo trazado en el acuerdo del Comité Central de 5 de diciembre debía conducir ante todo a la general seguridad de que "en adelante nadie había de aterrorizar al Partido".
[La carta levantó una tempestad de furor entre los conspicuos. El más enojado de todos era Zinoviev, que, como, Bujarin reveló en el curso de una contienda de facciones cuatro años después, insistía en que se detuviera a Trotsky por la "traición" implícita en su carta del "nuevo rumbo". Además, aunque la discusión había sido autorizada oficialmente, la Comisión Central de Control actuó con máxima diligencia. Así lo hizo también la máquina política íntegra del secretario general y triunviro mayor. La XIII Conferencia del Partido, reunida del 16 al 18 de enero de 1924, para planear el inmediato XIII Congreso del Partido que había de celebrarse en mayo, adoptó una resolución, a base del informe de Stalin, que condenaba la discusión pro democracia y la intervención de Trotsky con las siguientes palabras:
"La oposición acaudillada por Trotsky exhibió la consigna de destruir el aparato del Partido e intentó transferir el centro de gravedad de la lucha contra la burocracia en el aparato del Estado a la lucha contra la "burocracia" en el aparato del Partido. Una crítica tan infundada, y el claro propósito de desacreditar el aparato del Partido, hablando en términos objetivos, no tiene otra finalidad que la de emancipar el aparato del Estado de la influencia del Partido..."
Y que aquello era, naturalmente, una "desviación pequeñoburguesa". Finalmente, el Politburó ordenó al doliente Trotsky que fuese a hacer una cura en el Cáucaso. Era un modo cortés (en razón de su popularidad estaban obligados a tratarle con moderación) de desterrarle del centro político por el momento. Apenas llegado al Cáucaso, Trotsky recibió un telegrama de Stalin participándole que Lenin, cuya salud había mejorado últimamente, acababa de morir de improviso.]

Políticamente, Stalin y yo hemos estado mucho tiempo en campos opuestos e irreconciliables. Pero en ciertos círculos se ha hecho cosa corriente hablar de mi "odio" a Stalin y suponer a priori que todo lo que yo escribía, no sólo acerca del dictador moscovita, sino de la U.R.S.S. también, está inspirado por tal sentimiento. Durante mi actual destierro de más de diez años, los agentes literarios del Kremlin se han excusado sistemáticamente de la necesidad de contestar en forma adecuada a lo que escribo sobre la Unión Soviética, aludiendo con habilidad a mi "odio" a Stalin. El difunto Freud no tenía en la menor estima este género barato de psicoanálisis. El odio es, después de todo, una especie de vínculo personal. Pero Stalin y yo hemos estado separados por sucesos tan terribles, que han consumido en llamas y reducido a cenizas todo lo personal, sin dejar el menor residuo. En el odio hay cierto elemento de envidia. Ahora bien, para mí, pienso y siento que la exaltación sin precedentes de Stalin representa el hundimiento más profundo. Stalin es mi enemigo. Pero también Hitler lo es, y Mussolini, y otros muchos. Hoy alimento tan poco odio hacia Stalin como hacia Hitler, Franco o el Mikado. Por encima de todo trate, de comprenderlos, a fin de estar mejor pertrechado para combatirlos. En términos generales, cuando se trata de asuntos de importancia histórica, el odio personal es un sentimiento minúsculo y despreciable. No solamente degrada, sino que ciega. Pero a la luz de acontecimientos recientes en el palenque mundial y en la U.R.S.S., incluso muchos de mis adversarios están ya convencidos de que yo no estaba tan ciego; aquellas de mis predicciones que parecían menos probables han resultado certeras.
Estas líneas de introducción en mi defensa son tanto más necesarias cuanto que me aproximo a tratar un tema muy espinoso. He tratado de ofrecer una semblanza general de Stalin basada en la observación directa y en un minucioso estudio de su biografía. No niego que el retrato resultante es sombrío y hasta siniestro. Pero desafío a cualquiera que extraiga otra figura más humana de estos hechos que han escandalizado la imaginación de la Humanidad en el curso de estos últimos años: las depuraciones en masa, las inauditas acusaciones, los juicios fantásticos, el exterminio de toda una generación revolucionaria y, finalmente, las más recientes maniobras en el campo internacional. Ahora me dispongo a aducir unos pocos hechos bastante anómalos, guarnecidos de ciertas dudas y sospechas, de la historia de cómo un revolucionario provinciano se convirtió en dictador de un gran país. Estas dudas y sospechas no han llegado hasta mí plenamente desarrolladas. Han madurado lentamente, y cuando se me ocurrieron en otro tiempo, las apartaba a un lado como producto de una excesiva desconfianza. Pero los juicios de Moscú (que revelaron una infernal colmena de intrigas, falsificaciones, invenciones, envenenamientos subrepticios y asesinatos tras la figura del dictador del Kremlin) han proyectado una claridad siniestra sobre los años pasados. Comencé entonces a preguntarme con creciente insistencia: ¿Cuál fue la actuación efectiva de Stalin en la época de la muerte de Lenin? ¿No hizo algo el discípulo para acelerar la muerte de su maestro?
Me doy cuenta, más que nadie, de 1ª monstruosidad de tal sospecha. Pero no puedo remediarlo, ya que se desprende de las circunstancias, de los hechos y del carácter mismo de Stalin. En 1922, el aprensivo Lenin había advertido: "Este cocinero no prepara más que platos cargados de pimienta." De hecho resultaron, más que cargados de pimienta, venenosos, y no sólo en metáfora, sino en realidad. Hace dos años escribí por primera vez sobre hechos que en su tiempo (1923-24) sólo conocieron siete u ocho personas, en parte, además. De este número, aparte de mí, únicamente Stalin y Molotov continúan en el mundo de los vivos. Pero estos dos (aun concediendo que Molotov estuviese entre los iniciados, de lo cual no estoy seguro) no tienen motivos para confesar lo que voy a decir ahora. Debo añadir que todos los hechos que menciono, toda referencia o cita, puede comprobarse consultando publicaciones oficiales del Soviet o documentos que constan en mis archivos. Tuve ocasión de informar de palabra y por escrito ante la Comisión del doctor John Dewey que investigó los juicios de Moscú, y jamás se han impugnado uno solo de los documentos que exhibí por centenares.
La iconografía, rica en cantidad (nada decimos de su calidad), producida en estos últimos años, invariablemente presenta a Lenin en compañía de Stalin. Ambos están sentados uno al lado del otro, cambiando impresiones, y también miradas amistosas. La insistencia de este motivo, reiterado en pinturas, en esculturas, en la pantalla, obedece al deseo de hacer que la gente olvide el hecho de que el último período de la vida de Lenin estuvo colmado de intenso antagonismo entre él y Stalin, que culminó en una total ruptura. Tampoco había entonces nada personal en la hostilidad de Lenin hacia Stalin. Indudablemente apreciaba mucho ciertos rasgos de carácter de Stalin, su firmeza, su perseverancia, e incluso su rudeza y disimulo, atributos indispensables en la lucha y, por lo tanto, también en el cuartel general del Partido. Pero con el tiempo, Stalin se aprovechaba cada vez más de las oportunidades que su cargo le brindaba para reclutar gente que le fuese afecta y para tomar venganza sobre sus adversarios. Al ser designado en 1919 para ocupar el Comisariado Popular deInspección, Stalin lo convirtió gradualmente en un instrumento de favoritismo e intrigas. Transformó la Secretaría general del Partido en un manantial inagotable de mercedes y dispensas. Del mismo modo abusó con fines personales de su condición de miembro del Orgburó y del Politburó. En todas sus acciones podía discernirse un móvil personal. Poco a poco, Lenin se convenció de que ciertas características de Stalin, multiplicadas por la máquina política, eran francamente dañosas para el Partido. De ahí surgió su decisión de apartar a Stalin de la máquina y transformarle así en un miembro de base del Comité Central. En la U.R.S.S. de hoy, las cartas que Lenin escribió por entonces son de lo más "tabú" en materia de documentos. Afortunadamente, hay varias de ellas en mis archivos, en copia o en fotografía, y algunas ya se han publicado.
La salud de Lenin empeoró de repente hacia el final de 1921. El primer acceso se presentó en mayo del año siguiente. Durante dos meses no pudo moverse, ni habían, ni escribir. A partir de julio comenzó a recuperarse lentamente. En octubre regresó del campo al Kremlin y reanudó sus tareas. Fue grande su sorpresa ante el desarrollo que observó de burocracia, arbitrariedad e intrigas de las instituciones del Partido y del Gobierno. En diciembre abrió el fuego contra los procedimientos de Stalin en materia de política de nacionalidades, especialmente contra los utilizados en Georgia, donde la autoridad del secretario general era objeto de abierta hostilidad. Se pronunció en contra de Stalin en la cuestión del monopolio del comercio extranjero, y para el próximo Congreso del Partido estaba preparando con sus secretarias un discurso que, según sus propias palabras, iba a ser "una bomba para Stalin". El 23 de enero, con gran consternación del secretario general, propuso como proyecto organizar una Comisión de Control de trabajadores que pusiera coto al poder de la burocracia. "Hablemos francamente -escribía Lenin el 2 de marzo-; el Comisariado de Inspección no goza hoy de la más mínima autoridad... No hay peor institución entre las nuestras que el Comisariado Popular de Inspección...", y otras cosas análogas. A la cabeza de la Inspección estaba Stalin, quien demasiado comprendía de quién se hablaba en aquel escrito.
A mediados de diciembre de 1922, la salud de Lenin volvió a empeorar. Tuvo que mantenerse alejado de conferencias, limitando su contacto con el Comité Central a notas y telegramas. Stalin intentó al punto aprovecharse de esta situación, ocultando a Lenin buena parte de la información que se iba concentrando en la Secretaría del Partido. Se instituyeron medidas de aislamiento contra personas de la intimidad de Lenin. Krupskaia hizo cuanto pudo por sustraer al enfermo de las jugarretas hostiles de la Secretaría. Pero Lenin sabía hacer un cuadro completo de la situación a base de simples indicaciones dispersas y casi imperceptibles. "¡Preservadle de inquietudes!", insistían los médicos. Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Encadenado a su lecho, aislado del mundo exterior, Lenin estaba encendido de alarma e indignación, Su principal motivo de preocupación era Stalin. La conducta del secretario general se hizo más osada a medida que los pronósticos de los doctores sobre la enfermedad de Lenin iban siendo menos favorables. En aquellos días, Stalin estaba malhumorado, con la pipa firmemente sujeta entre los dientes, y una chispa siniestra en sus amarillentos ojos, limitando sus respuestas a un confuso gruñido. Veía su destino en la balanza, y se había propuesto salvar todos los obstáculos. Entonces fue cuando se produjo el rompimiento final entre él y Lenin.
El antiguo diplomático soviético Dimitrievsky, muy amigo de Stalin, habla de este dramático episodio tal y como se propaló entre quienes andaban alrededor del secretario general:
"Cuando Krupskaia, que le tenía harto con sus constantes molestias, le telefoneó una vez más desde el campo para pedirle cierta información, Stalin... la increpó desaforadamente. Krupskaia, llorando a lágrima viva, fue inmediatamente a quejarse a Lenin. Los nervios de éste, excitados ya hasta el límite por las intrigas, no pudieron resistir más. Krupskaia se apresuró a enviar a Stalin la carta de Lenin... "Pero ya conoces a Vladimiro Ilich -dijo Krupskaia con aire de triunfo a Kamenev-. Nunca se hubiera resuelto a romper con Stalin toda relación personal si no creyese necesario aplastarle políticamente."."
Es cierto que Krupskaia dijo esas palabras, pero no "con aire de triunfo"; por el contrario, aquella mujer tan sincera y sensible estaba terriblemente asustada e inquieta por lo que había pasado. No se "quejó" de Stalin; lejos de eso, en lo que pudo trató de interponerse para amortiguar el choque. Pero ante las insistentes preguntas de Lenin, no pudo referirle más que lo que el secretario general le dijera, Stalin había callado los asuntos más principales. La carta del rompimiento, o, mejor dicho, la nota de breves líneas dictadas el 6 de marzo a una taquígrafa de confianza, expresaba secamente la ruptura de "toda relación personal y de camarada con Stalin". Aquella nota, el último documento que sobrevive de Lenin, es a la vez el compendio final de sus relaciones con Stalin. Luego sobrevino el acceso más violento de todos, y la pérdida del habla.
Un año después, cuando Lenin estaba ya embalsamado en su mausoleo, la responsabilidad de la ruptura, según deja apreciar claramente el relato de Dimitrievsky, se atribuyó abiertamente a Krupskaia. Stalin la acusó de "intrigar" en contra suya. El famoso Yaroslavsky, que solía ocuparse de los encargos turbios de Stalin, dijo en julio de 1926, en una reunión del Comité Central: "Cayeron tan bajo, que se atrevieron a ir a Lenin, enfermo, quejándose de que Stalin los había insultado. ¡Qué vergüenza, complicar la política en cosas tan importantes con asuntos personales!" El "ellos" se refiere a Krupskaia. Esta fue vengativamente castigada por los agravios que Lenin había hecho a Stalin. Por su parte, la viuda me refirió la honda desconfianza que Stalin inspiró a Lenin en la última época de su vida, "Volodya decía: "ése (Krupskaia no le citaba por su nombre, sino que señalaba con la cabeza hacia la habitación de Stalin) carece de la honradez más elemental, de la simple honradez humana...""
El llamado "testamento" de Lenin (esto es, su último informe sobre cómo organizar la dirección del Partido) fue escrito en dos veces, durante su segunda enfermedad, el 25 de diciembre cae 1922 y el 4 de enero de 1923. "Stalin, una vez nombrado secretario general -dice el testamento-, ha concentrado en sus manos excesivo poder y no estoy seguro de que sepa usarlo siempre con suficiente prudencia." Diez días después, esta comedida fórmula le pareció insuficiente, v añadió en una posdata: "Propongo a los camaradas que vean el modo de apartar a Stalin de este puesto y colocar en su lugar a otro" que fuese "más leal, más cortés y más considerado con los camaradas, menos caprichoso, etc." Lenin trataba de expresar su juicio sobre Stalin del modo más inofensivo posible. Pero planteaba el tema de apartar a Stalin del puesto que podría hacerle poderoso.
Después de todo cuanto había sucedido en los meses precedentes, el testamento no pudo ser una sorpresa para Stalin. No obstante, lo tomo como una terrible afrenta. Cuando leyó por primera vez el texto (que Krupskaia le había transmitido para el próximo Congreso del Partido) en presencia de su secretario Mejlis, más tarde jefe político del Ejército Rojo, y del destacado político soviético Syrtsov, que ulteriormente ha desaparecido de la escena, prorrumpió a propósito de Lenin en un lenguaje tan soez que revelaba sus verdaderos sentimientos hacia su "maestro" en aquellos días. Bazhanov, otro antiguo secretario de Stalin, ha descrito la sesión del Comité Central en que Kamenev dio a conocer el testamento: "Una terrible turbación paralizó a todos los presentes. Stalin, sentado en los peldaños de la tribuna presidencial, se sentía insignificante y angustiado. Yo le observaba de cerca: a pesar de su aplomo y su calma aparente, se veía bien que estaba en juego su suerte..." Radek, que estaba junto a mí en aquella memorable sesión, se inclinó hacia mí para decirme: "Ahora no se atreverán a ir contra ti." Pensaba al decir esto en los dos pasajes de la carta: uno, que me describía como "el hombre mejor dotado del actual Comité Central", y otro, que pedía la sustitución de Stalin a causa de su rudeza, su deslealtad y su propensión a abusar del poder. Yo repuse: "Al contrario, ahora tratarán de llegar al extremo, y además lo antes posible." En realidad, el testamento no sólo no acertó a liquidar la lucha interna, que era el deseo de Lenin, sino que más bien la intensificó hasta la fiebre. Stalin no podía dudar ya de que el retorno de Lenin a la actividad supondría la muerte política del secretario general; e inversamente, que sólo la muerte de Lenin despejaría el camino a Stalin.
Durante la segunda enfermedad de Lenin, hacia fines de febrero de 1923, en una reunión de los miembros del Politburó, Zinoviev, Kamenev y el autor de estas líneas, Stalin nos informó, antes de salir de la secretaría, que Lenin le había llamado de improviso pidiéndole un veneno. Lenin estaba desesperado por la pérdida del habla, consideraba su estado irremediable, preveía la proximidad de otro acceso y no tenía confianza en sus médicos, a quienes sin esfuerzo sorprendía en contradicciones. Su cerebro funcionaba perfectamente, y sufría de un modo intolerable. Yo pude seguir a diario el curso de su enfermedad por nuestro médico común, el doctor Guétier, que era también amigo de nuestra familia.
-¿Es posible, Fedor Alexandrovich, que esto sea el final? -le preguntábamos una y otra vez mi mujer y yo.
-No puede asegurarse. Vladimiro Ilich se restablecerá probablemente. Tiene una constitución sólida.
-¿Y sus facultades mentales?
-Fundamentalmente están intactas. Acaso algunas notas puedan perder algo de su pureza anterior, pero el virtuoso lo seguirá siendo.
Continuamos en esta esperanza. Pero ahora me encontraba de repente con la inesperada novedad de que Lenin, que parecía la auténtica encarnación del afán de vivir, trataba de envenenarse. ¡Qué mal se sentiría por dentro!
Recuerdo cuán enigmático, extraordinario y fuera de tono con las circunstancias me pareció el semblante de Stalin. La petición que nos refería era trágica; y, sin embargo, en su cara, como en una máscara, se dibujaba una malsana sonrisa. No era cosa nueva para nosotros el desacuerdo entre la expresión de su rostro y sus palabras, pero aquella vez resultaba francamente insufrible. El horror del lance aumentaba por la reticencia de Stalin, que parecía reservarse su opinión sobre el deseo de Lenin como esperando a saber lo que los demás pensaban; ¿era su propósito captar los matices de nuestra reacción ante el caso, sin soltar prenda, o tenía ciertas ocultas ideas propias...? Veo ante mí al pálido y silencioso Kamenev, que amaba sinceramente a Lenin, y a Zinoviev, aturdido, como siempre en momentos difíciles. ¿Estaban ellos enterados de la petición de Lenin desde antes de empezar la reunión, o se la había reservado Stalin para sorprender a sus aliados del triunvirato a la vez que a mí?
-¡Naturalmente, no hay que pensar siquiera en hacerle caso! -exclamé-. Guétier no ha perdido la esperanza. Lenin puede restablecerse aún.
-Ya se lo he dicho -repuso Stalin, no sin un dejo de fastidio-. Pero no quiere atenerse a razones. El viejo está sufriendo. Dice que quiere tener un veneno a mano... para no usarlo sino cuando esté convencido de que su mal no tiene remedio.
-De todos modos, no hay que pensar en ello -insistí, esta vez apoyado por Zinoviev, según creo-. Puede ceder a una tentación pasajera y hacer un disparate irrevocable.
-El viejo está sufriendo -repitió Stalin, mirando vagamente por encima de nosotros, y, como antes, procurando no comprometerse.
Seguramente pensaba en algo paralelo a la conversación, pero no en cabal consonancia con ella.
Es posible, desde luego, que los acontecimientos posteriores hayan influido en ciertos detalles de mis recuerdos, aunque, por regla general, he aprendido a confiar en mi memoria. De todos modos, este episodio es de los que dejan en la conciencia, para siempre, una huella indeleble. Además, al volver a casa se lo conté a mi mujer con todo detalle. Y desde entonces, siempre que mentalmente evoco aquella escena, no puedo menos de repetirme: la conducta de Stalin, toda su actitud era desconcertante y siniestra. ¿Qué es lo que quiere? ¿Y por qué no deja su careta esa insidiosa sonrisa...? No se votó nada, pues no se trataba de una conferencia formal, pero nos separamos con la implícita inteligencia de que no se podía pensar siquiera en facilitar un veneno a Lenin.
Aquí surge naturalmente la cuestión: ¿Cómo y por qué Lenin, que a la sazón desconfiaba muchísimo de Stalin, hubo de dirigirse a éste con una petición que por su índole misma presuponía el grado sumo de confianza personal? Apenas un mes antes de hacerle este encargo, Lenin había escrito su despiadada posdata al testamento. Pocos días después de habérselo hecho, rompió con él toda relación personal. El mismo Stalin no podía menos de haberse planteado la pregunta de por qué se dirigía Lenin a él y no a otro cualquiera. La respuesta es fácil. Lenin veía en Stalin al único hombre que accedería a su trágica pretensión, por estar interesado en hacerlo. Con su infalible instinto, el enfermo se imaginaba lo que estaba ocurriendo en el Kremlin y fuera de sus paredes, y lo que realmente pensaba Stalin de él. Lenin no tenía necesidad de repasar la lista de sus camaradas para decirse que, salvo Stalin, ninguno de ellos le haría aquel "favor". Al mismo tiempo, es posible que tratara de probarle, de ver con qué celo era capaz de aprovecharse de aquella oportunidad el cocinero de los platos cargados de pimienta. En aquellos días no sólo pensaba en la muerte, sino también en el destino de Partido. El nervio revolucionario de Lenin fue indudablemente el único que se rindió a la ineluctable deidad.

Siendo muy joven, en la cárcel, Koba solía incitar a escondidas a los exaltados caucásicos contra sus adversarios, dando así origen a reyertas y en alguna ocasión hasta a un homicidio. A medida que pasaron los años, perfeccionó su técnica. La máquina política monopolizadora del Partido, combinada con la máquina totalitaria del Estado, abrieron para él posibilidades que ni siquiera predecesores suyos tales como César Borgia hubiesen podido soñar. El despacho en que los inquisidores de la OGPU practican sus minuciosos interrogatorios está conectado con un micrófono con el de Stalin. El invisible José Djugashvili, con su pipa en la boca, escucha ávidamente el diálogo bosquejado por él mismo, frotándose las manos y riendo sin ruido. Más de diez años antes de los famosos juicios de Moscú había confesado a Kamenev y a Dzerzhinsky, ante una botella de vino, una noche de verano, en la galería de un balneario estival, que su goce supremo en la vida era no perder de vista a un enemigo, prepararlo todo con minuciosidad, vengarse sin compasión, e irse a dormir satisfecho. ¡Más tarde se vengó a costa de toda una generación de bolcheviques! No hay por qué volver aquí a la tramoya de los juicios de Moscú. La sentencia que se les impuso en su día fue a la vez autoritaria y minuciosa. Pero si se quiere comprender al verdadero Stalin a su conducta durante el período de la enfermedad y muerte de Lenin, es necesario verter luz sobre ciertos episodios de la última audiencia representada en marzo de 1938.
Un lugar especial en el banquillo de los acusados ocupaba Henry Yagoda, que había trabajado en la Checa y en la GPU durante dieciséis años, primero como ayudante principal y luego como jefe, siempre en íntimo contacto con el secretario general en calidad de auxiliar suyo de máxima confianza en la lucha de éste contra la oposición. El sistema de confesiones de crímenes jamás cometidos es obra de Yagoda, si no creación suya. En 1933, Stalin recompensó a Yagoda con la Orden de Lenin; en 1935, le elevó al rango de comisario general de Defensa del Estado, esto es, jefe de la Policía Política, dos días tan sólo después de haber sido elevado el inteligente Tujachevsky a la dignidad de mariscal del Ejército Rojo. En la persona de Yagoda se elevó a una nulidad que todos conocían y despreciaban. Los viejos revolucionarios deben de haber cambiado miradas de indignación. Incluso en el condescendiente Politburó se hizo intención de oponerse a ello. Pero algún secreto ligaba a Stalin con Yagoda, al parecer, con carácter de permanencia. El misterioso vínculo fue revelado también misteriosamente. Durante la gran "purga", Stalin decidió liquidar asimismo a su cómplice, que sabía demasiado. En abril de 1938, Yagoda fue arrestado. Como siempre, así Stalin aseguraba varias ventajas suplementarias: por la promesa de un perdón, Yagoda se declaraba en la vista culpable personal de crímenes que la murmuración había atribuido a Stalin. Naturalmente, la promesa no se cumplió. Yagoda fue ejecutado, para probar así mejor que Stalin es irreconciliable en materia de ley y de moral.
Pero en aquel juicio se hicieron públicas circunstancias sumamente esclarecedoras. De acuerdo con el testimonio de su secretario y confidente, Bulnanov, Yagoda tenía una caja especial de venenos, de la cual extraía siempre que hacía falta preciosos frasquitos que confiaba a sus agentes con instrucciones apropiadas. El jefe de la OGPU, antiguo farmacéutico, se interesaba sobremanera por los venenos. Tenía a su disposición a varios toxicólogos, para los cuales organizó un laboratorio especial, proveyéndoles de medios sin límite ni control. Es, desde luego, imposible que Yagoda pudiese montar tal empresa para sus propias necesidades personales. Lejos de eso, en aquella ocasión, como en otras, estaba desempeñando sus funciones oficiales. Como envenenador, era simplemente instrumentum regni, como el viejo Locusta en la corte de Nerón, ¡con la diferencia que había sobrepasado en mucho a su ignorante predecesor en materia de técnica!
Junto a Yagoda, en el banquillo de los acusados, se sentaban cuatro médicos del Kremlin, acusados de la muerte de Máximo Gorki y de dos ministros del Gobierno soviético. "Confieso que... receté medicamentos inadecuados para la enfermedad del caso..." Así, "Yo fui el responsable de la muerte prematura de Máximo Gorki y de Kuibyschev". Durante los días de la vista, con su fondo básico de falsedad, las acusaciones, como las confesiones de haber envenenado al anciano y achacoso escritor, me parecían fantasmagóricas. Información posterior y un análisis más detenido de las circunstancias, me indujeron a cambiar de opinión. No todo en las actuaciones era mentira. Había allí envenenados y envenenadores. No todos los envenenadores estaban en el banquillo de los acusados. El envenenador principal dirigía la audiencia por teléfono.
Gorki nunca fue conspirador ni político. Era un viejo bondadoso, defensor del agraviado, un protestante sentimental. Tal fue su papel durante los primeros días de la Revolución de octubre. En el curso de los dos primeros planes quinquenales, el hambre, el descontento y las represiones alcanzaron el límite máximo. Los cortesanos protestaron. Incluso protestó la esposa de Stalin, Alliluyeva. En aquella atmósfera, Gorki constituía una seria amenaza. Mantenía correspondencia con escritores europeos, era visitado por extranjeros, los oprimidos se quejaban a él, y el escritor, por su parte, moldeaba la opinión pública. Pero lo más importante es que hubiera sido imposible obtener su aquiescencia al exterminio, que entonces se preparaba, de los antiguos bolcheviques, a quienes había conocido íntimamente durante muchos años. La protesta pública de Gorki contra las celadas habría roto inmediatamente el encanto hipnótico de la justicia de Stalin ante los ojos de todo el mundo.
No había manera de hacerle permanecer callado. Y menos posible aún era detenerle, desterrarle o fusilarle. La idea de acelerar la liquidación del doliente Gorki por medio de Yagoda, "sin sangre", debió de parecer al amo del Kremlin el único modo de salir de aquella situación. La mente de Stalin está constituida de tal modo que tales decisiones se le ocurren por impacto de reflejos. Habiendo aceptado el encargo, Yagoda se confió a sus médicos "particulares". No aventuraba nada. Negarse, de acuerdo con las propias palabras del doctor Levin, "hubiera conjurado la ruina para mí y para mi familia". Además, "no hay modo de escapar de Yagoda. Es un hombre que no se detiene ante nada. Os encontraría aunque os escondieseis bajo tierra".
Pero, ¿por qué no se quejaron los poderosos y respetados médicos del Kremlin a los miembros del Gobierno, a quienes todos ellos conocían por ser pacientes suyos? Sólo entre la clientela del doctor Levin figuraban veinticuatro funcionarios de la máxima categoría, incluso miembros del Politburó y del Consejo de Comisarios del Pueblo. La respuesta es que el doctor Levin, como cualquiera que viviese en el Kremlin o en sus alrededores, sabía perfectamente a quién servía Yagoda. El doctor Levin se sometió a Yagoda porque no tenía poder para resistir a Stalin.
En cuanto al descontento de Gorki, sus deseos de ir al extranjero, la negativa de Stalin a facilitarle un pasaporte para que saliera del país..., todo ello era conocido en Moscú de todo el mundo, y constituía la comidilla general. Las sospechas de que Stalin había ayudado de algún modo a las fuerzas destructivas de la Naturaleza brotaron inmediatamente después de la muerte del gran escritor. Una tarea concomitante del juicio contra Yagoda era desvanecer tales sospechas respecto a Stalin. De ahí las repetidas declaraciones de Yagoda, los médicos y los otros acusados de que Gorki era "íntimo amigo de Stalin", "persona de confianza", "stalinista", enteramente conforme con la política del "líder", y que hablaba "con entusiasmo excepcional" de la misión de Stalin. Si sólo una mitad de todo aquello hubiera sido cierto, Yagoda no se hubiera atrevido a matar a Gorki, y menos se habría arriesgado a confiar tal proyecto a un médico del Kremlin, que le hubiese podido hundir con sólo telefonear a Stalin.
Aquí hay un simple "detalle" extraído de una causa nada más. Hubo varios y muchísimos "detalles". Todos ellos llevaban la marca imborrable de Stalin. La faena es básicamente suya. Dando paseos por su despacho, analiza minuciosamente planes para reducir a quienquiera que le disguste al grado máximo de humillación, para fraguar denuncias contra sus más allegados para traicionarse del modo más horrible a sí mismo. Para el que resiste, a pesar de todo, siempre queda una redomita. Sólo Yagoda ha desaparecido, su caja de venenos perdura.
En el juicio de 1938, Stalin acusa a Bujarin, como de pasada, de haber preparado en 1918 un atentado contra la vida de Lenin. El cándido y fogoso Bujarin veneraba a Lenin, le amaba como un niño ama a su madre, y cuando atrevidamente polemizaba con él no lo hacía sino de rodillas. Bujarin, "blanco como la cera", para usar la expresión del mismo Lenin, no tenía ni podía tener designios de ambición personal. Si en aquellos tiempos alguien hubiera vaticinado que llegaría una ocasión en que Bujarin se viera acusado de atentar contra la vida de Lenin, cada uno de nosotros, y Lenin el primero, se hubiera echado a reír, aconsejando llevar a semejante profeta a un manicomio. ¿Por qué, entonces, recurrió Stalin a una acusación tan notoriamente absurda? Lo más probable es que ésta fuese su respuesta a las sospechas de Bujarin, imprudentemente expresadas, con referencia al mismo Stalin. En general, todas las acusaciones están cortadas por el mismo patrón. Los elementos básicos de las asechanzas de Stalin no son productos de la pura fantasía; se derivan de la realidad; en su mayor parte, de las acciones y designios del propio jefe de cocina amigo de la pimienta. El mismo "reflejo de Stalin" ofensivo-defensivo, tan claramente revelado en el caso de la muerte de Gorki, desarrolló toda su intensidad en la cuestión de la muerte de Lenin también. En el primer episodio, Yagoda pagó con la vida; en el segundo, Bujarin.
Me imagino el curso de los hechos aproximadamente como sigue: Lenin pidió un veneno a fines de febrero de 1923. A principios de marzo estaba de nuevo paralítico. El pronóstico facultativo por entonces fue reservadamente desfavorable. Sintiéndose más seguro, Stalin comenzó a proceder como si Lenin ya no viviese. Pero el enfermo le defraudó. Su vigoroso organismo, sostenido por su voluntad inflexible, se impuso. Hacia el invierno, Lenin comenzó a mejorar lentamente, a andar con más libertad de un lado para otro; escuchaba la lectura y él mismo leía; el habla se reafirmaba. El parecer de los médicos era cada vez más halagüeño. El restablecimiento de Lenin no hubiera podido impedir, naturalmente, que la Revolución quedase suplantada por la reacción burocrática. Krupskaia tenía buenos motivos para decir en el año 1926: "Si Volodya estuviese vivo, se hallaría encerrado."
Para el propio Stalin no se trataba del curso general de los sucesos, sino de su propio destino; o se las arreglaba para convertirse aquel mismo día en señor de la máquina política, y en consecuencia del Partido y del país, o acabaría desempeñando un papel de tercer orden para el resto de su vida. Stalin iba tras el poder, íntegro, a costa de lo que fuese. Ya lo tenía casi en sus manos. La meta estaba próxima, pero el peligro que Lenin significaba ganaba aún más terreno. En aquel momento Stalin resolvió indudablemente que era hora de actuar sin dilación. Tenía en todas partes cómplices cuya suerte pendía de la suya propia. A su lado estaba el farmacéutico Yagoda. No sé de cierto si Stalin envió a Lenin el veneno con la insinuación de que los médicos habían perdido toda esperanza de que se curara, o si recurrió a métodos más directos; pero estoy convencido de que Stalin no hubiera podido aguardar pasivamente cuando su destino pendía de un hilo y la decisión no requería más que un levísimo ademán de su parte.
Poco tiempo después de mediados de enero de 1924, salí para Sujum, en el Cáucaso, con idea de librarme de una pertinaz y misteriosa infección, cuya índole sigue aún siendo un misterio para mis médicos: La noticia de la muerte de Lenin me pilló en el camino. Según una versión difundida, yo perdí autoridad por no haber estado presente en los funerales de Lenin. Esta explicación apenas puede tomarse en consideración. Pero el hecho de mi ausencia en las ceremonias fúnebres despertó en muchos de mis amigos serias sospechas. En la carta de mi hijo mayor, que por entonces tenía dieciocho años, había una nota de juvenil desencanto: ¡tenía que haber estado a cualquier precio! También eran ésas mis intenciones. El telegrama cifrado relativo a la muerte de Lenin nos encontró a mi mujer y a mí en la estación ferroviaria de Tiflis. Inmediatamente envié una nota en cifra por hilo directo al Kremlin: "Creo necesario mi regreso a Moscú. ¿Cuándo son los funerales?" La respuesta de Moscú tardó cosa de una hora. "Los funerales se celebrarán el sábado. No podrás volver a tiempo. El Politburó opina que, en vista de tu estado de salud, debes seguir hasta Sujum. Stalin." No pensé que fuera pertinente solicitar que se aplazara la ceremonia por causa mía. Pero en Sujum, postrado entre sábanas en la galería de un sanatorio, me enteré de que el funeral se había aplazado hasta el domingo. Las circunstancias relacionadas con el primer señalamiento y la ulterior demora de la fecha del entierro son tan confusas que no pueden aclararse en unas líneas. Stalin maniobró, engañando no sólo a mí, a lo que parece, sino también a sus aliados del triunvirato. A diferencia de Zinoviev, que en todo consideraba el aspecto de su eficacia inmediata como agitación, Stalin se guiaba en sus arriesgadas maniobras por móviles no tangibles. Es posible que pensara en la posibilidad de que yo asociase el fallecimiento de Lenin con la conversación del año anterior a propósito del veneno, preguntase a los médicos si podía haber habido envenenamiento y solicitase una autopsia especial. Era, pues, mucho mejor en todos sentidos mantenerme lejos hasta que embalsamaran el cadáver, quemaran las vísceras y ya no fuese posible un examen ulterior inspirado en tales sospechas.
Cuando pregunté a los médicos de Moscú cuál fue la causa inmediata de la muerte de Lenin, que aquellos no esperaban, no acertaron a explicársela. No molesté a Krupskaia, que me había escrito una carta muy afectuosa a Sujum, con preguntas sobre el particular. No reanudé relaciones personales con Zinoviev y Kamenev hasta dos años después, cuando ellos rompieron con Stalin. Evidentemente, evitaron toda conversación a propósito del fallecimiento de Lenin, contestándome con monosílabos y sin sostener la mirada. ¿Sabían algo, o sólo tenían sospechas? De todos modos, habían estado en tan íntimo trato con Stalin durante los tres años precedentes que no podían menos de sentirse cohibidos por la idea de que cayese sobre ellos también una sombra de recelo.
Los nombres de Nerón y de César Borgia se han mencionado más de una vez con motivo de la causa de Moscú y de los últimos acontecimientos internacionales. Puesto que se han evocado estos viejos espectros, me parece pertinente hablar aquí de un super Nerón y un super Borgia, pues parecen modestos, casi ingenuos, los crímenes de aquella era en comparación con las hazañas de nuestros tiempos. Sin embargo, es posible discernir un significado histórico más profundo en analogías puramente personales. Las costumbres del decadente Imperio romano se formaron durante la transición de la esclavitud a la servidumbre, del paganismo al cristianismo. La época del Renacimiento marcó la transición de la sociedad feudal a la sociedad burguesa, del catolicismo al protestantismo y al liberalismo. En ambos casos, la moralidad antigua llegó a extinguirse antes de que la nueva se formara.
Ahora también vivimos en una época de tránsito de un sistema a otro, en una época de máxima crisis social, que va acompañada, como siempre, de una crisis moral. Lo viejo se ha conmovido hasta en sus cimientos. Lo nuevo apenas ha comenzado a emerger. Cuando el techo se ha desprendido, y se han desencajado puertas y ventanas, la casa no abriga, y es duro vivir en ella. Hoy soplan violentas ráfagas por todo nuestro planeta. Todos los tradicionales principios de moral están cada vez peor, no sólo aquellos que emanan de Stalin.
Sin embargo, una explicación histórica no es una justificación. Nerón fue también un producto de su época; pero cuando pereció se destruyeron sus estatuas, y su nombre fue borrado de todas partes. La venganza de la Historia es más terrible que la del más poderoso secretario general. Me atrevo a decir que esto es consolador.
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jueves, 28 de enero de 2016

Leon Trostky / Stalin- An Appraisal of the Man and his Influence / Lenin, seeking an Author!




Leon Trotsky

Stalin –
An Appraisal of the Man and his Influence

Introduction

THE reader will note that I have dwelt with considerably more detail on the development of Stalin during the preparatory period than on his more recent political activities. The facts of the latter period are known to every literate person. Moreover, my criticisms of Stalin’s political behavior since 1923 are to be found in various works. The purpose of this political biography is to show how a personality of this sort was formed, and how it carne to power by usurpation of the right to such an exceptional role. That is why, in describing the life and development of Stalin during the period when nothing, or almost nothing, was known about him, the author has concerned himself with a thoroughgoing analysis of isolated facts and details and the testimony of witnesses; whereas, in appraising the latter period, he has limited himself to a synthetic exposition, presupposing that the facts—at least, the principal ones—are sufficiently well known to the reader.
Critics in the service of the Kremlin will declare this time, even as they declared with reference to my History of the Russian Revolution, that the absence of bibliographical references renders a verification of the author’s assertions impossible. As a matter of fact, bibliographical references to hundreds and thousands of Russian newspapers, magazines, memoirs, anthologies and the like would give the foreign critical reader very little and would only burden the text. As for Russian critics, they have at their disposal whatever is available of the Soviet archives and libraries. Had there been factual errors, misquotations, or any other improper use of material in any of my works, that would have been pointed out long ago. As a matter of f act, I do not know of a single instance of any anti-Trotskyist writings that contain a single reference to incorrect use of source material by me. I venture to think that this fact alone is sufficient guarantee of authenticity for the foreign reader.
In writing my History [of the Russian Revolution] I avoided personal reminiscences and relied chiefly on data already published and therefore subject to verification, including only such of my own testimony, previously published, as had not been controverted by anyone in the past. In this biography I ventured a departure from this too stringent method. Here, too, the basic warp of the narrative is made up of documents, memoirs and other objective sources. But in those instances where nothing can take the place of the testimony of the author’s own memories, I felt that I had the right to interpolate one or another episode from my personal reminiscences, many of them hitherto unpublished, clearly indicating each time that in the given case I appear not only as the author but also as a witness. Otherwise, I have followed here the same method as in my History of the Russian Revolution .
Numerous of my opponents have conceded that the latter book is made up of facts arranged in a scholarly way. True, a reviewer in the New York Times rejected that book as prejudiced. But every line of his essay showed that he was indignant with the Russian Revolution and was transferring his indignation to its historian. This is the usual aberration of all sorts of liberal subjectivists who carry on a perpetual quarrel with the course of the class struggle. Embittered by the results of some historical process, they vent their spleen on the scientific analysis that discloses the inevitability of those results. In the final reckoning, the judgment passed on the author’s method is far more pertinent than whether all or only a part of the author’s conclusions will be acknowledged to be objective. And on that score this author has no fear of criticism. This work is built of facts and is solidly grounded in documents. It stands to reason that here and there partial and minor errors or trivial offenses in emphasis and misinterpretation may be found. But what no one will find in this work is an unconscientious attitude toward facts, the deliberate disregard of documentary evidence or arbitrary conclusions based only on personal prejudices. The author did not overlook a single fact, document, or bit of testimony redounding to the benefit of the hero of this book. If a painstaking, thoroughgoing and conscientious gathering of facts, even of minor episodes, the verification of the testimony of witnesses with the aid of the methods of historical and biographical criticism, and finally the inclusion of facts of personal Life in their relation to our hero’s role in the historical process—if all of this is not objectivity, then, I ask, What is objectivity?
Again new times have brought a new political morality. And, strangely enough, the [swing of the pendulum of history has] returned us in many respects to the epoch of the Renaissance, even exceeding it in the extent and depth of its cruelties and bestialities. Again we have political condottieri, again the struggle for power has assumed a grandiose character, its task—to achieve the most that is feasible for the time being by securing governmental power for one person, a power denuded to a merciless degree [of all restraints previously formulated and hitherto deemed necessary]. There was a time when the laws of political mechanics painstakingly formulated by Machiavelli were considered the height of cynicism. To Machiavelli the struggle for power was a chess theorem. Questions of morality did not exist for him, as they do not exist for a chess player, as they do not exist for a bookkeeper. His task consisted in determining the most practicable policy to be followed in regard to a given situation and in explaining how to carry that policy through in a nakedly ruthless manner, on the basis of experiences tested in the political crucibles of two continents. This approach is explained not only by the task itself but also by the character of the epoch during which this task was posed. It proceeded essentially from the state of development of feudalism and in accordance with the crucial struggle for power between the masters of two epochs—dying feudalism and the bourgeois society which was being born.
But throughout the nineteenth century, which was the age of parliamentarism, liberalism and social reform (if you close your eyes to a few international wars and civil wars), Machiavelli was considered absurdly old-fashioned. Political ambition was confined within the parliamentary framework, and by the same token its excessively venturesome trends were curbed. It was no longer a matter of outright seizure of power by one person and his henchmen but of capturing mandates in as many electoral districts as possible. In the epoch of the struggle for ministerial portfolios Machiavelli seemed to be the quaint ideologist of a dimly distant past. The advent of new times had brought a new and a higher political morality. But, amazing thing, the twentieth century—that promised dream of a new age for which the nineteenth had so hopefully striven—has returned us in many respects to the ways and methods of the Renaissance!
This throw-back to the most cruel Machiavellism seems incomprehensible to one who until yesterday abided in the comforting confidence that human history moves along a rising line of material and cultural progress. [Nothing of course is further from the truth. That is too clearly apparent today to require verbal proof. But whatever our qualifications or disagreements on this] score, all of us, I think, can say now: No epoch of the past was so cruel, so ruthless, so cynical as our epoch. Politically, morality has not improved at all by comparison with the standards of the Renaissance and with other even more distant epochs. [No social order dies gently and willingly when the day of its usefulness passes. All epochs of transition have been epochs of violent social struggles free of traditional moral restraints, epochs of life and death struggles.] The epoch of the Renaissance was an epoch of struggles between two worlds. Social antagonisms reached extreme intensity. Hence the intensity of the political struggle.
By the second half of the nineteenth century political morality had supplanted materialism (at least, in the imagination of certain politicians) only because social antagonisms had softened for a time and the political struggle had become petty. The basis of this was a general growth in the well-being of the nation and certain improvements in the situation of the upper layers of the working class. But our period, our epoch, resembles the epoch of the Renaissance in the sense that we are living on the verge of two worlds: the bourgeois-capitalistic, which is suffering agony, and that new world which is going to replace it. Social contradictions have again achieved exceptional sharpness.
Political power, like morality, by no means develops uninterruptedly toward a state of perfection, as was thought at the end of the last century and during the first decade of the present century. Politics and morals suffer and have to pass through a highly complex and paradoxical orbit. Politics, like morality, is directly dependent on the class struggle. As a general rule, it may be said that the sharper and more intense the class struggle, the deeper the social crisis, and the more intense the character acquired by politics, the more concentrated and more ruthless becomes the power of the State and the more frankly [does it cast off the garments of morality].
Some of my friends have remarked that too much space in this book is occupied by references to sources and my criticism of these sources. I fully realize the inconveniences of such a method of exposition. But I have no choice. No one is obliged to take on faith the assertions of an author as closely concerned and as directly involved as I have been in the struggle with the person whose biography he has been obliged to write. Our epoch is above all an epoch of lies. I do not therewith mean to imply that other epochs of humanity were distinguished by greater truthfulness. The lie is the fruit of contradictions, of struggle, of the clash of classes, of the suppression of personality, of the social order. In that sense it is an attribute of all human history. There are periods when social contradictions become exceptionally sharp, when the lie rises above the average, when the lie becomes an attribute of the very acuteness of social contradictions. Such is our epoch. I do not think that in all of human history anything could be found even remotely resembling the gigantic factory of lies which was organized by the Kremlin under the leadership of Stalin. And one of the principal purposes of this factory is to manufacture a new biography for Stalin … Some of these sources were fabricated by Stalin himself … Without subjecting to criticism the details of progressively accumulating falsifications, it would be impossible to prepare the reader for such a phenomenon, for example, as the Moscow trials …
Hitler is especially insistent that only the vivid oral word marks the leader. Never, according to him, can any writing influence the masses like a speech. At any rate, it cannot generate the firm and living bond between the leader and his millions of followers. Hitler’s judgment is doubtless determined in large measure by the fact that he cannot write. Marx and Engels acquired millions of followers without resorting throughout their Life to the art of oratory. True, it took them many years to secure influence. The writer’s art ranks higher in the final reckoning, for it makes possible the union of depth with height of form. Political leaders who are nothing but orators are invariably superficial. An orator does not generate writers. On the contrary, a great writer may inspire thousands of orators. Yet it is true that for direct contact with the masses living speech is indispensable. Lenin became the head of a powerful and influential party before he had the opportunity to turn to the masses with the living word. His public appearances in 1905 were few and passed unnoticed. As a mass orator Lenin did not appear on the scene until 1917, and then only for a short period, in the course of April, May and July. He carne to power not as an orator, but above all as a writer, as an instructor of the propagandists who had trained his cadres, including also the cadres of orators.
In this respect Stalin represents a phenomenon utterly exceptional. He is neither a thinker, a writer nor an orator. He took possession of power before the masses had learned to distinguish his figure from others during the triumphal processions across Red Square. Stalin took possession of power, not with the aid of personal qualities, but with the aid of an impersonal machine. And it was not he who created the machine, but the machine that created him. That machine, with its force and its authority, was the product of the prolonged and heroic struggle of the Bolshevik Party, which itself grew out of ideas. The machine was the bearer of the idea before it became an end in itself. Stalin headed the machine from the moment he cut off the umbilical cord that bound it to the idea and it became a thing unto itself. Lenin created the machine through constant association with the masses, if not by oral word, then by printed word, if not directly, then through the medium of his disciples. Stalin did not create the machine but took possession of it. For this, exceptional and special qualities were necessary. But they were not the qualities of the historic initiator, thinker, writer, or orator. The machine had grown out of ideas. Stalin’s first qualification was a contemptuous attitude toward ideas. The idea had… .
[On August 20, 1940, Trotsky was struck a mortal blow on the back of his head with a pickaxe and his brain wrenched out while he was reading a manuscript brought to him by the assassin. That is why this and other portions of this book remain unfinished.]

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Last updated on: 7 September 2009

miércoles, 27 de enero de 2016

STALIN por Leon Trotsky / LENIN - en Busca de un Autor


        Venezuela y Ukrania en www.alergiascaracasreader.blogspot.com, explica la invasión de
      
        Venezuela por Cuba; y, la anexión de Crimea y Ucrania,  por Rusia



Leon Trotsky - STALIN

INTRODUCIÓN

El lector observará que me he detenido mucho más a propósito de la evolución de Stalin durante el periodo preparatorio que respecto a sus actividades políticas más recientes.  Los hechos del último período son notorios a toda persona letrada.  Además mis críticas sobre la conducta política de Stalin desde el año 1923 se pueden encontrar en muchas obras. La finalidad de esta biografía política es mostrar cómo se formó una personalidad de este género y cómo subió al Poder usurpando el derecho a un papel tan excepcional.  Por eso, al describir la vida y la evolución de Stalin durante la época en que nada o casi nada se conocía de él, el autor se ha empeñado en un análisis meticuloso de hechos y pormenores aislados y del testimonio de quienes los presenciaron; mientras que, en cuanto al último período, se ha limitado a una exposición sintética, dando por suficientemente conocidos del lector los hechos, al menos los principales.
Los críticos al servicio del Kremlin declararán esta vez, como lo hicieron con referencia a mi "Historia de la Revolución Rusa", que la ausencia de referencias bibliográficas hace imposible verificar los asertos del autor.  En realidad, las referencias bibliográficas de cientos y miles de periódicos y revistas del país, memorias, antologías, etc., valdrían de muy poco al lector crítico ruso, y sólo servirían para hacer prolijo el texto.  En cuanto a los críticos rusos, tienen a su disposición todo cuanto se guarda en archivos y bibliotecas de Rusia. Si hubiese errores de hecho, citas equivocadas o cualquier otro defecto malicioso en mis obras, ya hace tiempo que se hubiera hecho constar así. Y no sé de un solo caso de escritos antitrotskistas que contengan una sola referencia al uso incorrecto de materiales de origen por parte mía. Me atrevo a creer que este hecho por sí solo es suficiente garantía de autenticidad para el lector extranjero.
Al escribir mi "Historia" (de la Revolución Rusa), huí de todo recuerdo personal y confié principalmente en datos ya publicados y sujetos, por lo tanto, a comprobación, incluyendo sólo cuanto podía atestiguar de lo ya conocido y no controvertido por nadie de aquellos tiempos. En esta biografía me he permitido una ligera desviación de un método tan riguroso. También aquí, la trama básica de la narración se compone de documentos, memorias y otras fuentes subjetivas. Pero en los casos en que nada puede reemplazar al testimonio de los propios recuerdos del autor, me he sentido con derecho a intercalar algún que otro episodio de ellos, muchos aún inéditos, indicando en cada ocasión que, en el caso de referencia, no sólo me presento como autor sino como testigo. Por lo demás, he seguido el mismo método que en mi "Historia de la Revolución Rusa". 
Muchos adversarios míos han admitido que este último libro se ha compuesto a base de hechos ordenados en forma escolar. Un revistero del New York Times tildaba el libro de parcial; pero todo su  ensayo mostraba que estaba indignado con la Revolución rusa y transfería su indignación al historiador de ella. Esta es la aberración usual de toda clase de subjetivistas liberales que sostienen una querella perpetua con el curso de la lucha de clases. Irritados por el desenlace de cualquier proceso histórico descargan su destemplanza sobre el análisis científico que expone la inevitabilidad del mismo. En fin de cuentas, el juicio emitido sobre el método del autor es más pertinente que la cuestión de si todas las conclusiones del autor o sólo una parte de ellas han de tenerse por objetivas. Y en este aspecto, el que esto escribe no teme a la crítica. Esta obra se compone de hechos y está sólidamente fundada en documentos. Es evidente que podrán hallarse errores de menor cuantía y ligeras faltas de énfasis o de interpretación defectuosa. Pero lo que nadie encontrará en esta obra es una actitud inconsciente frente a hechos, omisión deliberada de pruebas documentales o conclusiones arbitrarias basadas únicamente en prejuicios personales. El autor no ha pasado por alto un solo hecho, documento o fragmento testifical que redunde en beneficio del héroe de este libro. Si no es objetividad un afanoso completo y concienzudo acopio de hechos, aún de episodios minúsculos, la comprobación de las aseveraciones de testigos, con ayuda de hechos de nuestra vida personal en relación con la del papel de nuestro héroe en el proceso histórico, habremos de preguntar: ¿Qué es objetividad?
Por otra parte, nuevos tiempos han aportado una nueva modalidad política. Y, aunque parezca raro, la (oscilación del péndulo de la historia) nos ha devuelto en muchos respectos a la época del Renacimiento, incluso excediendo en extensión y profundidad a aquélla en crueldades y bestialidad. Tenemos otra vez condottieri políticos, y otra vez la pugna por el Poder ha asumido un carácter grandioso, y tiene por misión hacer cuanto el momento consienta atrapando todo el poder gubernamental para una persona, un poder despojado hasta lo inhumano (de todas las restricciones antes formuladas y consideradas necesarias hasta ahora). Hubo un tiempo en que las leyes de la mecánica política minuciosamente formuladas por Maquiavelo se consideraban el colmo del cinismo. Para Maquiavelo, la pugna por el poder era un teorema de ajedrez. Para él no había cuestiones de moralidad, como no existen para un jugador de ajedrez ni para un tenedor de libros. Su tarea consistía en determinar la política más factible que requería una situación dada, y en explicar como había que realizar dicha política de un modo despiadado y duro, a base de experimentos efectuados en los crisoles políticos de dos continentes. Este criterio se explica no sólo por la tarea en sí, sino también por el carácter de la época en que se planteaba. Provenía esencialmente del estado de desarrollo del feudalismo, de acuerdo con la liza crucial por el poder entre los señores de dos épocas: el feudalismo moribundo y la sociedad burguesa que estaba en pleno alumbramiento.
Pero en el curso del siglo XIX, que fue la época del parlamentarismo, el liberalismo y la reforma social (prescindiendo de algunas guerras internacionales y civiles), Maquiavelo se consideró absurdamente pasado de moda. La ambición política estaba limitada dentro del marco parlamentario, y la misma característica refrenaba sus tendencias excesivamente aventuradas. Ya no se trataba de una abierta aprehensión del poder por una persona y sus paniagudos, sino de conseguir mandatos en el número mayor posible de distritos. En la época de la pugna por carteras ministeriales, Maquiavelo parecía ser el singular ideólogo de un vago y remoto pasado. Pero, cosa extraña, el siglo XX (aquel sueño entrevisto de una nueva edad por la cual con tanto afán luchara el siglo XIX) nos ha retrotraído en muchos respectos a los métodos y procedimientos del Renacimiento. 
Este retroceso al maquiavelismo más cruel, parece incomprensible a quien hasta ayer confiara en la consoladora certidumbre de que la historia humana sigue una línea ascendente de progreso material y cultural. (Nada, ciertamente, más lejos de la verdad. Esto es demasiado evidente hoy para necesitar de prueba verbal. Pero sean cuales fueren nuestros títulos o desacuerdos con este) punto, todos nosotros, creemos, podemos decir ahora: Ninguna otra época del pasado fue más cruel, más desconsiderada, más cínica que la actual. Políticamente, la moralidad no ha mejorado en nada si se compara con las normas del Renacimiento y con las de otras épocas aún más lejanas. (No muere llanamente y de grado un orden social cuando pasa el momento de su utilidad. Todas las épocas de transición han sido épocas de luchas sociales violentas, despojadas de trabas morales, épocas de lucha a vida o muerte). El Renacimiento fue una época de luchas entre mundos. Los antagonismos sociales alcanzaron entonces una extrema agudeza. De ahí la intensidad de la lucha política.
En la segunda mitad del siglo XIX, la moralidad política había suplantado al materialismo (al menos, en la imaginación de ciertos políticos), sólo porque los antagonismos sociales se habían suavizado de momento, y la lucha política se había vuelto mezquina. La base de esto fue un aumento general del bienestar de la nación y ciertas mejoras en la situación de las capas más altas de la clase trabajadora. Pero nuestro período, nuestra época se parece a la época del Renacimiento en el sentido de que estamos viviendo en el límite de dos mundos: el capitalista burgués, que está en plena agonía, y ese mundo nuevo que ha de sustituirlo. Las contradicciones sociales han alcanzado otra vez un punto de excepcional aspereza.
El poder político, como la moralidad, no se desarrolla ni mucho menos de manera continua hacia un estado de perfección, como se creía a fines del siglo pasado y durante el primer decenio de la presente centuria. La política y la moral sufren y han de pasar por una órbita sumamente compleja y paradójica. La política, como la moralidad, depende directamente de la lucha de clases. Como regla general, puede decirse que cuanto más violenta e intensa sea la lucha de clases, más profunda la crisis social, y más agrio el carácter adoptado por la política, más concentrado y cruel se hace el poder del Estado y más francamente (arroja por la borda las apariencias de moralidad).
Algunos de mis amigos han apuntado que se dedica mucho espacio en este libro a referencias de fuentes informativas y a la crítica de éstas. Me doy perfecta cuenta de los inconvenientes de tal método de exposición; pero no puedo elegir otro. Nadie está obligado a prestar crédito a las aseveraciones de un autor tan directamente interesado y relacionado como lo he estado yo en la pugna con la persona cuya biografía se ha visto obligado a escribir. Nuestra época es, sobre todo, una época de mentiras. No quiero decir con esto que otros períodos de la historia humana se distinguieron por una mayor veracidad. La mentira es el fruto de contradicciones, de luchas, del choque de las clases, de la supresión de la personalidad y del orden social. En tal sentido es atributo de toda la historia de la humanidad. Hay períodos en que las contradicciones sociales se hacen singularmente agudas, en que la mentira sobrepasa su término medio y se hace atributo de la agudeza extrema de esas contradicciones sociales. Tal es nuestra época. Yo no creo que en toda la historia humana pueda hallarse, ni remotamente, algo que semeje a la gigantesca fábrica de mentiras que se organizó en el Kremlin bajo la dirección de Stalin. Y una de las finalidades principales de tal fábrica es elaborar una nueva biografía de Stalin... Algunas de estas fuentes fueron fabricadas por Stalin mismo... Sin someter a crítica los detalles de las falsificaciones progresivamente acumuladas, sería imposible preparar al lector para un fenómeno semejante, por ejemplo, a los juicios de Moscú...
Hitler insiste especialmente en que sólo la palabra vívida, oral, señala al caudillo. Nunca, según él, puede influir ningún escrito sobre las masas como un discurso. En todo caso, no puede engendrar el nexo firme y animado entre el dirigente y sus millones de adeptos. Este criterio de Hitler se basa en gran parte, sin duda, en que no sabe escribir. Marx y Engels adquirieron millones de prosélitos sin recurrir en toda su vida al arte de la oratoria. Claro es que necesitaron muchos años para conseguir su influencia. El arte del escritor cuenta más en definitiva pues hace posible hermanar la profundidad con la elevación de la forma. Los dirigentes políticos que no dominan más que la oratoria, son invariablemente superficiales. Un orador no engendra escritores. Por el contrario, un gran escritor puede inspirar a miles de oradores. Sin embargo, es verdad que para un contacto directo con las masas hace falta el discurso vivo. Lenin se convirtió en cabeza de un partido poderoso e influyente antes de haber tenido ocasión de dirigirse a las masas con la palabra animada. Sus presentaciones en público en 1905 fueron escasas y pasaron inadvertidas. Como orador de masas, Lenin no apareció en escena hasta 1917, y entonces sólo por un lapso breve, durante abril, mayo y julio. Llegó al Poder no como orador, sino, sobre todo, como escritor, como instructor de los propagandistas que habían instruído a sus cuadros, incluso a sus cuadros de oradores.
En este respecto, Stalin representa un fenómeno sumamente excepcional. No es un pensador, ni un escritor, ni un orador. Tomó posesión del Poder antes de que las masas aprendiesen a distinguir su figura de otras durante las triunfales procesiones a través de la Plaza Roja; Stalin tomó posesión del Poder, no valiéndose de sus cualidades personales, sino con ayuda de una máquina impersonal. Y no fue él quien creó la máquina, sino la máquina quien lo creó. Esa máquina, con su fuerza y autoridad, era el producto de la lucha persistente y heroica del Partido Bolchevique, que surgió de las ideas. La máquina era la portadora de la idea antes de transformarse en un fin intrínseco. Stalin decapitó la máquina desde el momento en que cortó el cordón umbilical que la unía a la idea, y la convirtió en una cosa nada más. Lenin creó la máquina mediante una asociación continua con las masas, si no por la palabra oral, sí por la impresa, si no directamente, sí por medio de sus discípulos. Stalin no creó la máquina, sino que tomó posesión de ella. Para esto se necesitaban cualidades especiales y de excepción. Pero no eran las cualidades del iniciador histórico, del pensador, del escritor, del orador. La máquina había surgido de las ideas. La primera cualidad de Stalin era una actitud despectiva hacia las ideas. La idea había...
(El 20 de agosto de 1940 Trotsky recibió un golpe mortal en la parte posterior del cráneo con una piqueta, y su cerebro quedó destruido, cuando estaba leyendo un manuscrito que el asesino le presentó para su lectura. Por eso han quedado sin terminar ésta y otras partes del libro).